martes, 20 de mayo de 2014

Con K de Elphick, por Diego Muñoz Valenzuela


Retrocedo en el tiempo y visualizo una escena más que absurda para los parámetros de nuestros tiempos: una vieja micro a medio desarmar, despintada y rechinante, repartiendo su humareda por la ciudad de Santiago. Subo por la pisadera corroída, pago con ínfimas monedas el importe a un chofer de eterno mal carácter, que tras cortarlo con rabia, me arroja el boleto como si fuera una dosis de napalm. Sigo las instrucciones que gruñe y, obediente, emprendo el camino. Se trata de “avanzar por el pasillo atrás”. Porto un archivador con mis cuadernos y visto el uniforme de la enseñanza media, con el desbarajuste de rigor: el cabello desordenado, infringiendo el límite del cuello de la camisa; el nudo de la corbata añil no solo suelto sino que, por añadidura, comprimido y chueco.
Sobre la superficie bamboleante de la micro prehistórica sueño con otro mundo, tal como en aquel momento hace buena parte de mi generación. Medito acerca de las dificultades para lograrlo, que son  muchas, demasiadas. Cuando llego al final del pasillo, veo, acomodado en la última corrida de asientos, a un obrero, inconfundible por su bolso, los gastados bototos de seguridad y las ropas salpicadas de manchas y raspaduras. Está leyendo. Curioso irrefrenable, me acerco para investigar de qué libro se trata. Me asombra descubrir que se trata de LA METAMORFOSIS de Kafka. La edición de Quimantú de 1972.  Falta un año para que la locura y el terror se desaten sobre nuestro país. El obrero lee, atrapado por el mundo extraño, enrarecido, de la novela. Yo concluyo que una transformación gigantesca está en marcha. En ese hombre germinaba algo nuevo, poderoso, cuyos efectos eran imprevisibles. Había que abortar ese embrión. Así lo dispusieron esas fuerzas invisibles y poderosas. Kafkianas. Así culminó, pulverizado, el sueño de varias generaciones.
Existen momentos de anemia intelectual en los cuales es posible entramparse -a pesar de que ejerzo una autovigilancia extrema- y ocurre que a  veces caigo, usualmente impulsado por un interlocutor majadero. Así me he visto arrastrado hasta una encrucijada donde se me conmina a escoger a un solo escritor predilecto. Debo confesar que he experimentado más de una vez la tentación de señalar a Franz Kafka. No creo en los rankings, no creo en las listas cortas de iluminados, sí en las listas extensas y heterogéneas. Sin embargo, no podría excluir de ninguna lista, por más corta que ella hubiese de ser, a Kafka. Nadie como él se anticipó a develar las sombrías formas que conforman el estrato del capitalismo. Seco, brutal, desalmado. O las redes inconmovibles de la burocracia.
En Kafka se entremezclan biografía y producción literaria. Todos sus materiales provienen de la vida que le correspondió, aquellos que sus bellos ojos oscuros y profundos pudieron escrutar mejor que nadie: el dolor que proviene del predominio de la inhumanidad, el sinsentido de los procedimientos burocráticos, el abandono del ser humano subsumido en una estructura social inmisericorde que genera angustia, opresión. Cualquier semejanza con el actual orden de las cosas vendría a ser mera casualidad, ¿cierto? Juicios interminables, imputados poderosos que salen impunes de evidentes y flagrantes delitos (hasta de crímenes), detenciones abusivas, absurdas, aplicación de leyes antiterroristas a los más débiles, torturadores paseando por las calles disfrazados de honestos ciudadanos. La lectura de Kafka en el Chile actual trae, inevitablemente, unos siniestros aires de familiaridad.
Pienso que no existe un escritor tan moderno como Kafka, aun cuando nos acerquemos al centenario de su fallecimiento. La prosa exenta de artilugios, el lenguaje preciso, seco, casi notarial, la indiferencia del narrador, propia de un amanuense imperturbable. La innegable penetración de su mirada, la intuición de rayos X.
Lilian Elphick acometió en K, su nuevo libro que nos convoca, la tarea de construir un homenaje literario digno de la importancia y, sobre todo, la vigencia de Franz Kafka. En K se advierte la pulsión de un legítimo fervor, tal vez lo opuesto a la veneración de un ídolo sacro; se advierte más bien fraternidad, ternura, compasión, complicidad. Viene a ser una suerte de exhumación o invocación  del espíritu de K, para a partir de él –tomando de aquí y allá los efectos que su literatura hizo posibles en cuanto comenzó a divulgarse de manera póstuma- escribir un texto integral y multiforme capaz de materializar al autor entre nosotros.
K es un libro heterogéneo y curioso, una especie de baúl repleto de pequeños tesoros. No obstante el conjunto posee una estructura integradora muy potente. En cada página de K encontramos a Kafka, a sus progenitores, personajes, amigos, sus novias, otros escritores y personajes de esos escritores, grajos, escarabajos..
También este libro es una epopeya de la escritura, epopeya de la vida de un gran escritor que no quiso que su obra fuera conocida y que se convirtió, post mortem, en uno de los más grandes autores de nuestra era. Y aventura de la escritura en sí misma, conducidos por la pluma de Lilian Elphick. Encontrarán, si buscan con cuidado, muchas alusiones al proceso de escribir. Para muestra un botón. Al final de K bajo la lluvia: “intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave perdida irremediablemente”. Una conexión con Rodrigo Lira: “porque escribí estoy vivo”, aseveró el poeta, “la poesía terminó conmigo”. Aconsejo la lectura de K en la escritura, que incluye un fragmento del poema referido a modo de epígrafe.
El nazismo y el Holocausto, pesadillas que Kafka intuyó, pero no alcanzó a ver (en eso tuvo fortuna respecto de las tres hermanas que lo sobrevivieron sólo para ser  asesinadas en los campos de concentración). La literatura se plantea como un refugio inexpugnable frente al horror. Se me ocurre pensar en K en el adiós, despidiéndole del fiel Gregorio,  donde K sube a un humeante tren cuyo destino no conoce.
Si afirmara que K es un libro de microrrelatos o minificción estaría diciendo una verdad a medias, que viene a ser una mentira en el mundo tangible, aunque tal vez una total veracidad en el mundo de la literatura.  Sin embargo, sí que constituiría una simplificación reduccionista; sería más fácil de entender, pero no por ello más cierto, y -menos todavía- exacto. De hecho, se marca una tendencia en el trabajo de Lilian Elphick. Esta tendencia se manifiesta hace algunos años, primero de manera subrepticia, insinuada; luego, de forma sutil e incluso intensa. Así ha ido –con dosificación, disimulo y astucia- acostumbrándonos gradualmente a estos cambios, dorándonos la píldora y experimentando al mismo tiempo.
Ana María Shua, destacada microcuentista argentina, ha señalado que el género brevísimo tiene una de sus fronteras limitando con la comarca de la poesía. El trabajo de Lilian Elphick se inscribe crecientemente en torno a dicha frontera, y en particular los textos de K tienden a cruzar el límite de forma flagrante, lo cual no constituye ninguna infracción, sino que por el contrario: una invasión virtuosa y exquisita para un paladar literario refinado.
Por ahí he insinuado, hasta ahora con timidez, que el auge del microcuento se correlaciona en cierta forma con la declinación de la poesía. No me refiero a una declinación intrínseca, porque pienso que la poesía goza de buena salud; hablo de la baja de interés de editoriales y lectores (esto es como el huevo y la gallina, no es fácil decir cuál es causa y cuál consecuencia cuando existen relaciones de interdependencia compleja). Lo concreto es que la publicación de poemarios –más allá de sus excelencias o carencias- usualmente llega a unos pocos cientos de ejemplares, cuando no a unas pocas decenas. Se publica y se lee poca poesía en nuestro mundo posmoderno, y soy el primero en lamentar esto. Siempre he afirmado –y soy fiel a esta práctica- que un narrador debe ser un muy buen lector de poesía.
Creo que la poesía –indestructible, imprescindible para la supervivencia del alma humana en tiempos difíciles- reemerge a través del microcuento. No pretendo en la presentación de K desarrollar los argumentos o destacar los ejemplos que respaldan esta tesis, aventurada por decir lo menos. Básteme indicar que cuando ustedes lean K advertirán que esta idea controversial no lo es tanto. Y que la literatura –más allá de los catálogos literarios, de los compartimientos que pueden intentar imponérsenos a los autores desde el territorio académico - sólo tiene que ganar con estos cruces de fronteras. La literatura, cuya estructura interna es mucho más rica y compleja que un ordenamiento de cajas rotuladas con denominaciones como poesía, cuento, teatro, novela, microcuento.
Vaya impostura. J’acusse: Lilian Elphick viene aplicando desde hace un buen tiempo métodos y formas propios de la poesía en su micronarrativa. Y no sólo le ha bastado con esto, sino que ha introducido evidentes insertos del drama y si nos ponemos un poco más agudos, incluso dosis novelísticas y ensayísticas. Ergo, nos ha pasado –y lo peor es que para bien, por fortuna recalco- gato por liebre.
Descartado el fútil encasillamiento en géneros, solo cabe abocarse a los textos mismos, disfrutarlos, paladearlos. No es tarea fácil, acaso se asume como un entendimiento, una intención de comprender racionalmente lo que está dicho. Aquí estamos frente a una obra de arte, que debe ser degustada, observada, sentida, disfrutada. Usted ha de leerla en voz alta, una y otra vez. Recitarla, quizás. Olerla, lamerla, acariciarla, sentir su textura. Dejar que las palabras penetren la piel por osmosis y lo contaminen de esa entrañable mezcla de dolor, dulzura, desconcierto, belleza e imaginación.
K, paradójicamente, reconstruye la sensación de la narrativa kafkiana, sin modificar su esencia, pero utilizando otros procedimientos bien diferentes, a veces casi opuestos al estilo de Kafka, que destella por su prosa directa, magra, exenta de metáforas y ajena a la utilización de cualquier clase de adorno. En la prosa de Elphick hay mucha textura poética, imágenes, belleza. No obstante, el sabor del conjunto, la metáfora global es la misma; un efecto notable.
Se lucha por tener, por entender en nuestro mundo. Se lucha por el poder, sobre todo por el poder económico. Cuando la preocupación debiera centrarse en ser, sentir, compartir. Despertamos cada mañana transformados en horribles insectos tras haber soñado con las batallas cotidianas en el mundo que Kafka nos hizo ver con su prodigiosa narrativa. El escritor que no quería ser leído, hizo una de las contribuciones más maravillosas a la literatura moderna.
Quiero cerrar estas palabras con unas citas de Kafka; brillantes, sabias y tremendas:
“La literatura es siempre una expedición a la verdad”.
“Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza no envejecerá nunca”.
Ahora, afírmense en sus asientos:
“Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el limo de una nueva burocracia”.
¿De dónde extraer esperanzas entonces? Quizás del último reducto que me va quedando: el fulgor de Antonio Gramsci. Anoche soñé que me convertía en el Intelectual Orgánico y que el mundo era bueno y me gustaba, y que yo hacía lo mío sin mezquindad ni medida, como los demás, y que todos eran-éramos dichosos viviendo de esa manera. Dijo Gramsci, lo cita la propia Lilian Elphick como epígrafe de “La mirada de K”: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Me aferro al madero de Gramsci, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. ¿Quién tendrá la razón, Kafka, Gramsci, Elphick? ¡Qué enigma! Es posible que los tres. Lean este libro y entren en su sueño, porque nos hace mucha falta.
***
Presentación al libro K, de Lilian Elphick.

14 de Mayo de 2014

lunes, 19 de mayo de 2014

Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy: Presentación en cuatro episodios, por Alida Mayne-Nicholls Verdi



Episodio 1: “Mi bisabuelo no es mentiroso pero considera que en la verdad caben las omisiones y las adaptaciones cuando se trata de recordar el pasado […]” (7).  “Mi bisabuelo” es el primero de los diez cuentos que conforman Cosas que pasan. Cuando se avanza en la lectura del libro, nos damos cuenta de que este primer relato es diferente; la narración tiene otro tono, en parte porque está mediada por este bisnieto que a veces acepta y otras cuestiona las memorias que el anciano trae del pasado; un descendiente que trata de dilucidar qué hay de verdad en la historia del bisabuelo ruso: su partida y su llegada fortuita al sur de Chile, en medio de omisiones y esfuerzos por ser testigo de acontecimientos impactantes, aunque las fechas no cuadren. En cambio, los siguientes cuentos hablarán desde el yo –unos femeninos, otros masculinos-, tratando de reconstruir sus propias historias. Sin embargo, el relato del bisabuelo o, más bien, la forma de recordar y narrar que tiene el bisabuelo nos dispone a leer los recuerdos de los otros cuentos teniendo presente que recordar es recrear momentos guardados en la memoria: al sacarlos afuera se convierten irremediablemente en una ficción, en un relato, porque comunicar aquello que alguna vez pasó ya no es posible.
Ricoeur escribió: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria. Y sin embargo…
Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásenos el recuerdo de ello” (La memoria, la historia, el olvido 22-23). Pero, ¿es eso lo que buscamos al recordar? ¿Anotar una verdad? ¿Por qué es una amenaza la imaginación cuando el recuerdo es el de un momento íntimo, privado? Porque relatar nuestra historia no es hablar de una serie de sucesos como si se tratara de una minuta higiénica, sino que el yo de esas narraciones articula –por usar un término de Sylvia Molloy- esos sucesos en una narración que es propia y en la que, de hecho, se expone, de la misma manera que lo hacía el bisabuelo, a que alguien dude de los detalles, de lo que se vio, de lo que se dijo, de lo que se fue protagonista y de lo que se fue testigo. En ese sentido, la historia del bisabuelo se me fue presentando como una invitación en muchos niveles; algunos de ellos: reconocer cómo yo misma reconstruyo historias de infancia que ya no sé si son recuerdos propios o si se trata de recuerdos impresos en mi mente como consecuencia del continuo relato de padres y abuelos; y es también una invitación a leer sin prejuicios, a no juzgar cuando el narrador inventa nombres, situaciones, gustos.
El último párrafo del cuento “El bisabuelo” nos relata brevemente cómo este hombre que no hablaba el español y que quedó varado en Puerto Montt, encontró trabajo reparando el techo de un cura. Gracias a eso –asegura el bisabuelo- aprendió un oficio –no el de reparador de techos, sino el de ebanista- y encontró un amor: la sobrina del cura, la futura bisabuela del narrador, “por ella no volvió a embarcarse. Eso debe ser verdad porque mi bisabuela se sonroja cuando escucha esa parte” (12), nos dice el bisnieto. Y allí este cuento nos da otra guía, porque el resto de los relatos de Cosas que pasan son relatos de amor: en tiempos difíciles –dictadura, clandestinidad, exilio-, pero al fin y al cabo historias de amor: sus detalles podrán estar afectos a la tal amenaza de la imaginación, pero esa pequeña mención del romance del bisabuelo nos enseña que, en medio de las omisiones y las adaptaciones, lo relativo al amor “debe ser verdad”.
Esto me lleva al:
Episodio 2: la memoria que hay en estos cuentos es una memoria herida, marcada por el trauma, un trauma insalvable en la enunciación: el presente no puede olvidar que el 11 de septiembre de 1973 hubo un golpe de Estado que más que cambiar un país y a su gente, lo agrietó de manera irrevocable. Los personajes de Cosas que pasan tienen conciencia de ello y algunos incluso lo explicitarán. Así en el cuento “Mala suerte”, el narrador nos anuncia que su recuerdo tuvo lugar “poco después del golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet” y luego, entre paréntesis, nos advierte: “(me permito este pequeño alcance histórico porque la dictadura tiene un rol protagónico en este cuento y los años transcurridos podrían haber borrado el pasado en algunos lectores amnésicos)” (13).  Por supuesto que habrá lectores amnésicos; recordemos lo que propone al respecto el argentino Hugo Vezzetti: tres formas de memoria, una que solo quiere dar vuelta la página; otra en que no hay distanciamiento alguno, el pasado sigue siendo presente; y una memoria que busca reflexionar acerca de lo que pasó. Los personajes –o gran parte de ellos- de Cosas que pasan no quieren dar vuelta la página y tienen conciencia de que no es posible retomar el pasado, sus acontecimientos no quedaron suspendidos; pero el quiebre, la herida, requiere que de alguna u otra manera se cuenten aquellos relatos que no ocupan un lugar en los textos de historia y en las memorias oficiales.
Las historias de amor parten de encuentros casuales: un cruce de miradas en el paradero de micros o en un recital en un parque; o bien, una cita a ciegas. Todos ellos son posibilidad, una posibilidad de diluirse tan imperceptiblemente como se gestó o posibilidad de redundar en algo más, algo que se mantendrá en el tiempo, que podrá seguir formando nuevos recuerdos. Lo que sucede con estos amores es que algo se interpone entre ellos: una detención, una desaparición, el exilio, incluso estar en veredas políticas contrarias. Ante situaciones como el toque de queda, las vigilancias, la clandestinidad, los relatos nos presentan a personajes que insisten en el amor, porque saben que la única manera de sobrevivir es dándole un lugar a la posibilidad, es decir, al futuro. En “Malentendido” el narrador recuerda: “Les conté [a sus amigos] cada detalle de mi encuentro con Verónica […], insistiendo en el azar que nos había reunido y las circunstancias que presagiaban algo más que una aventura pasajera” (84): el ansia de lo que puede llegar a ser. Pero no solo es futuro, sino algo que se concreta en el presente; el amor entonces es un refugio: protege de la soledad, del dolor, del miedo, de la posibilidad de que en el futuro (a veces demasiado cercano) todo se destruya de forma implacable.
Y para nosotros, lectoras y lectores, una interpelación a que no demos vuelta la página.
Ante la violencia desplegada, la memoria se vuelve necesaria para rearmar esos breves pero intensos episodios amorosos; una forma de hacerle justicia a las historias que quedaron inconclusas, a las personas que fueron lastimadas, a la eliminación del amor.

Episodio 3: la vida en el otro lado
Los cuentos, en general, nos muestran historias sobre chilenos expatriados; sus historias fuera de casa y también esos vívidos e íntimos recuerdos de amor que se llevaron consigo al exilio. El caso del bisabuelo es distinto: un expatriado que convirtió a Chile en su nuevo hogar. Esta historia nos muestra que es posible crear vínculos en un nuevo lugar; según el bisabuelo, de hecho, en un año ya había olvidado cuál era su verdadera procedencia. El bisnieto, por supuesto, no le cree; yo también creo que miente, pero hay una verdad profunda ahí: para echar raíces en un nuevo lugar, hay que “olvidarse” del lugar de origen.  En Canción en el sombrero, el texto autobiográfico de Horacio Salinas de Inti-Illimani, el músico relata que después de ocho años de exilio en Italia, seguían pensando en ello como algo provisorio, como si estuvieran de paso. Pero en un momento ese estar de paso quedó en evidencia: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116). Nuevamente nos encontramos con el amor: un bisabuelo que decide olvidar si era ruso, ucraniano o moldavo; un hombre que se debate entre regresar a Chile o formar una familia en el nuevo país, pasar de lo temporal a lo indefinido. La reflexión es inevitable: el que parte al exilio se ve obligado a renunciar a muchas cosas, pero el que decide convertir el país que lo acoge en algo permanente, también debe renunciar. Por eso, no hay una sola decisión ni un solo camino posible, como nos muestran estos cuentos: aunque el contexto político sea similar para todos, la forma de experimentarlo en la intimidad, en lo personal, será único para cada individuo, como lo es para cada uno de los personajes que llegamos a conocer en estos relatos.
Y porque cada camino es único y personal, finalmente llego al Episodio 4, que es la lectura que harán ustedes de estos cuentos; cada uno sabrá cuáles son sus omisiones y adaptaciones.

Alida Mayne-Nicholls Verdi, Mayo 2014.

Gregorio no grazna, por Martín Hopenhayn / A propósito del libro K, de Lilian Elphick



Gregorio no grazna, lo hacen los gansos. Pero sí grazna porque canta desigual y como gritando, disuena mucho al oído, y en cierto modo imita la voz del ganso. Tal es la segunda definición de ‘graznido’ de la RAE. Así que grazna que grazna el pobre Gregorio, boqueando en su desaliento, pálido de encierro. Cruje y chilla detrás de la puerta, confinado en la habitación, como queriendo salir, mientras en el pasillo contiguo los huéspedes, sin percatarse de lo que ocurre, preguntan casualmente a Hermann Kafka, padre de Samsa, y su hermana Felice, si acaso Lilian, en su viaje del día siguiente, podría pasar a dejarle unos papeles a K, puesto que está con serios problemas ante los controles de ingreso al castillo. Por fuera de la pequeña ventana ovalada, que da a la calle de los alquimistas del otro lado del Moldava, se arremolinan unos grajos peleándose un escarabajo muerto. Se trata de unas “ aves paseriformes de la familia de los córvidos, de unos 45 cm de longitud, color negro reluciente con tonos violáceos y pico y patas claros”.  El escarabajo no es K ni Kafka ni Lilian ni Stepanka Novy Kafka, sobrina de Franz, economista de Cambridge y consultora de la CEPAL en Santiago de Chile.
Hay un tercer escarabajo, que repta sobre la tumba de Kafka ante los ojos esclarecidos o estremecidos de la autora del libro que aquí presentamos. Esta visión se retrata al comienzo del libro pero se relata al final. Es, en parte, la clave para rebobinar el libro y descifrarlo, al menos parcialmente, si bien la autora se ocupa de aclarar que la visión es muy posterior al libro. Tal como está escrito el libro, el ordenamiento temporal carece de toda importancia, y bien podríamos inferir que la visión desencadena el libro.
El libro no está hecho para ser descifrado sino vivido.  No es para comprenderlo. Las claves fueron enterradas en Praga, probablemente mucho antes que Kafka entrara a trabajar en una compañía de seguros. El problema es arrimarse al texto, como a la habitación en que Gregorio, ya escarabajo, se acurruca sobre un costado de la cama, contra la pared, como si tomara impulso para saltar a abrazar, a horcajadas, al primer incauto que asomara su cuerpo.  Por eso, “arrimarse” al texto es imposible. O estás adentro, o estás afuera. Y afuera del texto, el texto no existe. Adentro, sólo está el texto. Allí termina uno siendo vivido por el libro, reciclado en su máquina de escritura que todo lo recicla.
Vuelvo al escarabajo de la tumba de Kafka.  Gregorio rasga la piedra bajo la cual el esqueleto de Kafka grazna cada cuarenta y un años: el 65, el 2006 fue la última vez que se le oyó a través de la piedra. Hay otros escarabajos, todos de colores, visitando a la familia Kafka en el cementerio. Sólo pasan por las tumbas de los Kafka, mientras de las otras se encargan mariposas y hormigas. Lilian Elphick contempla el fenómeno, incrédula, atestiguando hasta qué punto la realidad supera la ficción. Pero tampoco debiera sorprendernos esto. Tal vez Lilian, o bien L., está mirando todo esto desde dentro del mundo K, y luego de contar escrupulosamente el número de escarabajos volverá sobre sus pasos para comparecer ante el juez que dictará sobre ella la sentencia que la margina definitivamente de la vida de los Kafka.
Todo esto es medianamente posible. Lo es porque este libro es un haz de posibilidades que se abre todo el tiempo. Hay diálogo entre la ficción y la realidad, entre Kafka y sus personajes, entre Elphick y Kafka y sus personajes, entre todos juntos y el holocausto postkafkiano, entre K. o Samsa o Kafka y el Quijote y Sancho y Borges. Hay líneas de fuga que se abren y luego desaparecen rápidamente, en la fugacidad y brevedad de los textos. Hay un devenir animal y un rebobinar desde el animal, a propósito de este arquetipo tan kafkiano. Hay voces, muchas voces, que se picotean unas a otras, que graznan, sobre todo, graznan:
“Fuga I”, p. 64; el juego hacia atrás y hacia adelante. Elphick monta máquinas que invierten el orden del sentido o de los hechos, da vueltas sobre vueltas hasta hacer hablar algo que no sabemos muy bien qué, pero nos inquieta siempre:
Fuga I
Antes de morir, Kafka sueña con el escribiente Bartebly. Lo ve sumergido en legajos y papeles timbrados y firmados por él mismo. Bartebly desespera; no sabe cómo organizar la letra K. Pronto llegará el jefe y lo encontrará rodeado de escarabajos y chacales disputándose el ingreso al hueco ficticio.
—Preferiría no hacerlo —dice Kafka al despertar.
Dora Diamant y el Dr. Klopstock lo tranquilizan; piensan que ésas son sus últimas palabras.
Él se levanta, sonríe y se va.
Y en este otro texto:
Soy el artista del hambre. Soy el trapecista que duerme en el compartimiento de los equipajes. Soy el puente, rígido y frío. Soy un pájaro en busca de una jaula. Soy Georg, mi hermano muerto. Soy el bacilo de Koch. Soy K, enterrado en el Nuevo Cementerio Judío, soy el último kawéskar, el hombre que lleva piel.
Y este otro texto, “K en la redundancia”, que me parece que es uno de los textos claves del libro de Lilian.  (p. 31):
K en la redundancia
Quería estar dentro del mundo, ser un trapecista, un médico rural, un agrimensor, el que llegó a América.
Escribí arriba de lo escrito, clavé el clavo hasta ver el hueso, bajé abajo destruyendo mis nudillos.
Las palabras colgaban en ganchos curvos. Vociferaban en el mercado de artificios.
Yo tenía el ojo opaco, las plumas sucias, el corazón rapiñero.
¿Por qué estoy aquí?
Porque estás loco.
Eso decían los hombres de buena voluntad.
Hay una brevedad kafkiana, pero duplicada, intensificada, y también en cierto sentido, feminizada.  Un recurso a la emulación que puede llegar a ser tremenda. Ejemplo, la posible carta de Kafka a Felice Bauer en página 13.
Mucho más fuerte aún, la página 28. Esta combinación de grajos, la tuberculosis, el insomnio, el miedo al padre, la necesidad e imposibilidad de consagrar el amor. Creo que es un texto absolutamente tremendo el de esta página. Casi debiera prohibirse por lo tremendo.
El libro, si bien tiene el formato de microrrelatos, no es exactamente eso. Por largos pasajes es mucho más prosa poética. Los filamentos temáticos son soportes para un lenguaje poético que “le roba la película”  a las puestas en situaciones (porque eso es un microrrelato, más que una situación, una puesta en situación). Es, de a ratos, Kafka en versión poética, con imágenes muy tensas, y, en el registro kafkiano, desgarradoras sin ser grandilocuentes, ensordecedoras sin ser estridentes.
Creo que el hermetismo refuerza precisamente esa voz poética, un hermetismo de lo que Marthe Robert, a propósito de Kafka, llamó “parábola sin clave”. Hay un delicado trabajo de encriptamiento en cada texto de Lilian, como ella dice de Kafka, escribir sobre lo escrito, ese es el efecto que produce. Pero escribir encima de lo escrito es encriptar, desdibujar el original y reproducirlo, pero encriptado, como si fuese otro texto, que efectivamente lo es:
“…yo, K, abandonaré mi piel para dártela y mancharé mis dedos con la tinta del adiós, que es azul y tan ficticia en su vórtice imaginario.”
“Te escribía, K, oyendo venir el tren azul de John Coltrane, y yo me descarrilaba allá arriba, pensándote, K, en la más alta melodía del hard bop, encaminándome con las manos, llorándote entre el humo de la partida. Porque el tren se iba sin nosotros, K; debemos aceptar que la risa es nuestra clave de improvisación.”
Otra forma de encriptamiento es la reversión, vale decir, tomar el devenir-animal, que es propio del leitmotiv kafkiano, e invertirlo como devenir-humano, pero conservando su misma dimensión de pesadilla.  En “Homo Sapiens” (p. 44) la autora hace este juego de reversión para ensayar una línea de fuga (remembranzas con Informe para una Academia).
Lo mismo en “Amazilia Tzacatl” (un tipo de colibrí), p. 54. (el devenir animal).
Lo mismo con la abeja (“Apis mellifera”). Nuevamente el devenir animal, p. 55.
Y lo más sorprendente, la escritura sobre la escritura en “Nicrophorus vespillo”, el escarabajo: “Es cierto que maté a Gregorio. Se miraba todo el día en el espejo, esperando la transformación. Buenos días, Franz….”
Kafka y su relación con la escritura como solución, pero sin salida, sin puertas, replicando lo que uno ve o imagina desde la lectura de los diarios fue la propia interioridad de Kafka. Nuevamente esta emulación que al replicar, intensifica, estira aún más la cuerda:
Yo sólo pensaba en el agua y en aquellos borradores. Yo sólo era el agua en sí misma: me lloraba a diario, intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave perdida irremediablemente.
Hay un tema que aparece poco, pero está. Y es el del holocausto del que fue víctima parte de la familia de Kafka y amores claves como Milena. Hay una especie de inversión del tiempo que coloca la escritura kafkiana en ese contexto:
Una mañana me arrestaron. Todos fuimos a los trenes de la muerte. Josef Mengele movía el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Me preguntó si tenía un hermano gemelo. Le respondí que sí, que su nombre era Gregorio ¿Y dónde está entonces?, bramó [no graznó]. Escondido, señor, en un cuaderno. Nunca lo podrá encontrar. (La escritura como salvación, pero también como confinamiento).
Es como si fuese al revés, como si Kafka hubiese escrito a la luz del holocausto, o como si lo hiciese bajo la forma de la premonición (leer p. 30)
El libro de Lilian Elphick nos deja con un boquete en el estómago, un vacío que debe ser llenado en otra parte, en el filo entre el terror naturalizado de la ficción kafkiana, y ese otro que urge desnaturalizar del holocausto, el terror, la sordera de los vínculos deshumanizados. Todos somos K a través de Lilian, y es una deuda que no quisiéramos cargar. El texto, a cada rato, opera como el centinela en las puertas de las Tablas de la Ley, haciéndonos sentir pequeños, impotentes, pero obligados a atestiguar.

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Presentación de Martín Hopenhayn al libro K, de Lilian Elphick.

14 de mayo de 2014.