El cuartel Simón Bolívar, de la brigada Lautaro de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) chilena, fue un infierno en la tierra de donde ningún prisionero salió con vida. En ese lugar, dos jóvenes peruanos fueron los conejillos de indias de Manuel Contreras, designado el jefe por Augusto Pinochet y “el gringo” Michael Townley, encargado de los inventos para la tortura. Allí probó con ellos una máquina pequeña lanza dardos que transmitían electricidad: a uno le dio cerca del estómago, al segundo se lo lanzó a la altura del pecho, movió una especie de control remoto y ambos sufrieron convulsiones y se desmayaron del dolor.
La segunda vez que sacaron a estos dos prisioneros del calabozo fue para probar un adelanto más complejo. Townley, esta vez con el rostro cubierto por un casco y cierto orgullo, roció a ambos jóvenes con un líquido envasado en un frasquito. Primero salpicó cerca de la nariz a uno que murió en cinco segundos, y luego al otro, que se desplomó en el acto. No habían hecho nada, nadie los buscó. Tres décadas después, y según la declaraciones de algunos agentes, se concluyó que murieron producto del gas sarín.
En ese cuartel también actuaba silenciosa una “enfermera de la muerte” que en ocasiones revivía a los detenidos moribundos tras largas sesiones de tortura y otras les daba el tiro de gracia con una inyección de cianuro. Allí se borraban las huellas digitales de los prisioneros a punta de soplete y se empaquetaba a los muertos. También allí, con quince años y casi analfabeto, llegó Jorgelino Vergara, que de trabajar de mozo en la casa de Manuel Contreras llegó a ser un empleado del cuartel y un testigo controvertido. El Mocito (2011) se llamó el documental de Marcela Said y Jean de Certeau que le dio voz.
Javier Rebolledo, periodista investigador y asistente de dirección del documental, pensó que las confidencias de este hombre daban para un texto de largo aliento. Así nació La danza de los cuervos (Ceibo ediciones), un libro que narra una especie de expiación de Jorgelino Vergara, que mediante entrevistas en profundidad entrega detalles que había omitido en las primeras declaraciones al juez Víctor Montiglio en 2007. También desconocido, el fraude del plebiscito de la Constitución del 80 –cuando a varios agentes de la Central Nacional de Inteligencia (CNI) se les ordenó votar repetidas veces para lograr que triunfara la opción “Sí”– engrosa las confesiones de Jorgelino que escandalizaron a Chile por estos días. Su testimonio, en definitiva, logra armar el puzzle de uno de los episodios más terroríficos de la historia chilena. Y habilita muchas preguntas, que se trasladan al autor del libro.
-Es claro que durante la dictadura, como vorágine, no fueron arrastrados a ella sólo partidarios de Pinochet. Uno de los móviles de Jorgelino fue la supervivencia, pero a la vez fue encubridor. Frente a la pasividad que tuvo “El mocito” con los crímenes, ¿es víctima o victimario?
-Negar a Jorgelino es negar a una parte importante de la sociedad chilena y su historia. El gerente general de la Coca Cola o de McDonald’s, que debe dejar a cinco mil trabajadores en la calle por una reestructuración de costos y lo hace sin arrugarse, tiene detrás a un “mocito” dispuesto a llevarle el café con el sólo compromiso de que le dé sustento, seguridad, un techo, algo de cariño. El mocito moderno sabe perfectamente cómo moverse, es un tipo sin mucha educación, con una inteligencia práctica, dispuesto a todo por subir un lugar en la sociedad. ¿No es esa la historia de la humanidad y una parte importante de ella? No lo defiendo, no me gustan sus decisiones ni vivo así. Lo miro desde otro lado, interior y práctico: él quería ascender, ser un profesional, y aceptó todo, sus sentimientos se endurecieron, quería transformarse en uno de ellos…
-Por ese cuartel también pasaron mujeres como Ingrid Olderock, o Gladys Calderón con labores tan crueles como las que desempeñaron los hombres. En este mismo tema, siempre se señaló que Lucía Hiriart fue el cerebro detrás de Pinochet en innumerables ocasiones. ¿Qué tan implicadas estuvieron las mujeres de la DINA?
-En la casa de Manuel Contreras, María Teresa Valdebenito –su ex esposa– le entregó cariño maternal a Jorgelino. Ahí, en la casa del hombre más poderoso de Chile y el peor criminal de nuestra historia, el mocito lloró en los brazos de ella, se fue de vacaciones con esa familia y de ella recibió su primer regalo de Navidad.
La “tía Maruja” –como llamaban a Valdebenito– lo incentivó a hacer los cursos militares y entrar a la DINA. Una mujer cariñosa, conservadora, fue quien hizo todo por que entrara a la Brigada Lautaro, el grupo de agentes de mayor confianza de Contreras. Ahí tienes algo extraño: amor en una mujer que te manda al infierno. Por otro lado, las agentes en el cuartel Simón Bolívar, formadas por la teniente Olderock, lo adoptaron como un hijo, era el “Nenito” y al momento de torturar, esas mismas mujeres eran durísimas, también salían a detener, a disparar. Sus roles eran un importante equilibrio a un lugar típico de hombres. Bailaron con ellos en las fiestas patrias en el casino, se crearon amores, ellas tomaban notas en las sesiones de tortura. Por eso acá es el ser humano en su conjunto el que cayó a nuestro punto más bajo de crueldad y brutalidad.
-Jorgelino fue testigo de las visitas a la casa de Contreras, conoció al dictador uruguayo Juan María Bordaberry y recibió llamados de Pinochet. ¿Por qué no se cuidaron de él? ¿Era un personaje insignificante para ellos?
-Era prácticamente analfabeto, cuando llegó a esa casa no sabía para que servían los interruptores de la luz. Todo era nuevo y encima era juzgado por esa familia: estaba siempre diligente, atento a cualquier jugada. Por eso mismo olvidaron su presencia, paradójicamente es su formación de mocito la que hizo que recordara todo con lujo de detalles en la casa de Contreras, posteriormente de sus compañeros en la Brigada Lautaro y todo lo que pasó dentro del cuartel Simón Bolívar.
La burocracia del mal
Una de las cosas que más le llamó la atención al autor del libro fue esta llamada burocracia del mal. En el centro de exterminio se celebraban asados y hasta olimpiadas deportivas. Todo eso convivía con los corvos y el agua rosada que corría por el piso cada vez que Jorgelino debía quitar los rastros de sangre. La indolencia como algo más complejo de lo que imaginamos hace recordar a Mariana Callejas –la esposa de Townley– dictando talleres literarios y celebrando fiestas mientras en la planta de abajo se torturaba.
-Tras la investigación, ¿qué es lo que más te quedo grabado?
-Que el mal es mucho más cercano de lo que uno visualiza, una fuerza mucho más humana de lo que a uno le gustaría reconocer, eso es universal…
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