En el orden espectral y siempre ambiguo del tiempo, en su ficción y en las ineludibles marcas que proporcionan las técnicas, esta nueva edición de la novela “El Cofre”, de Eugenia Prado publicada por primera vez en 1987 permite pensar los pliegues y despliegues históricos contenidos en el transcurso de estos veinticuatro años.
Porque, después de todo, y según los intensos controles que ejercen
los aparatos sociales para sacarle plusvalía al tiempo, ya ha pasado un siglo
desde la emergencia del libro. En ese doblez sígnico hemos atravesado del XX al
XXI y, de acuerdo a esta línea de pensamiento, ahora mismo cargamos, por
asociación numérica, cientos de siglos sobre el cuerpo, no sé cuántos. Pero en
este preciso último doblez, en este pespunte temporal, muchos de nosotros (o
yo, para ser más justa y más precisa) hemos visto (o he visto) el fin de la
dictadura y la experiencia de una casi interminable transición binominal cuyo
grandes méritos fueron poner fin al terrorismo de Estado y la disminución de la
pobreza pero que no se restó de la farra consumista, aumentó la desigualdad y
permitió la legitimación empresarial que hoy tiene y mantiene al 1% del país, a
unas cuantas familias para ser exacta, en un paraíso estrictamente terrenal que
ni el mismísimo Dios se habría imaginado.
Los veinticuatro años muestran
sus técnicas. Eugenia Prado publicó El Cofre en un momento técnico cultural
donde el mercado editorial no tenía el control total ni de la última ni de la
primera palabra. Los aparatos de dominación literaria estaban todavía
desmantelados por los efectos del analfabetismo dictatorial. Los grupos de los
sagrados poderes culturales aún no habían dictaminado. En ese momento preciso y
quizás en ese día exacto cuando Eugenia Prado presentó por vez primera su
libro, todas las sintaxis, cada una de las aventuras y los viajes, ya
desmesurados o en extremo minimalistas, podían emprender sus rumbos con un
nivel de agobio relativamente tolerable.
Hoy el mercado local ya ha dispuesto sus redes disciplinares para
conseguir que se produzca el sueño totalitario de una homogeneidad perfecta. El
neoliberalismo no es una abstracción o un dispositivo segmentado, no, el
neoliberalismo penetra (como diría Michel Foucault) capilarmente los espacios e
incide en los haceres literarios y en las prácticas culturales. La exaltación
de la biografía y de la autobiografía (el yo más compacto y el más garantizado),
forma parte de un proceso de control que necesita de una postura antificcional,
porque las ficciones portan el elemento poético que descentra el sentido y rompe
los límites de lo posible. Lo que quiero señalar, siguiendo a Ranciere, es que,
desde la letra, la ficción puede producir una emancipación, conseguir un corte
en las rutinas y ocasionar un salto o al menos un destello en el sentido..
Por supuesto la ficción no
sólo le pertenece como patrimonio a la literatura. Atraviesa todo el espacio
social. No se trata, desde luego, de una ficción en la medida de lo posible, quiero
decir aquella que le dio una medida burocrática a lo posible. Fue esa
aseveración Aylwinista , la que fue tomada precisamente como una gran bandera
antificcional política. Porque en realidad la política para ser política y para
hacer política necesita del impulso ficcional y hoy esa ficción se restituye en
el escenario público y se encarna ardientemente en las poéticas estudiantiles o
en las ciudades o en pequeñas comunidades que “cortan sus caminos” para así
retorcer y rehacer los rumbos. Una ficción que más allá de sus resultados
concretos permite atisbar un horizonte otro, que en su despliegue lo cristaliza
y lo convierte en signo que interrumpe el orden de la trama.
Desde luego no pretendo negar aquí el valor estético de las literaturas
del yo, son valiosas y necesarias pero lo espeluznante es la sacralización del
yo, sede primordial de las normativas neoliberales, triunfalistas y acríticas
que acorralan la imaginación y sus desbordes porque le temen a ese poder.
Pero ahora quiero retomar la cuestión del tiempo. En los flujos que
contiene El Cofre de Eugenia Prado se pueden percibir tres tiempos de
escritura. El central, el primero, el relato que funda la letra es una
construcción literaria que se estructura a partir de la multiplicidad de
recursos que ofrece la narrativa y la poesía para la configuración (y esto es
crucial para su relato) de un sujeto inestable, que no se comprende enteramente
a sí mismo, que se busca, muta y se interroga en un juego ritual que, en su circularidad,
no encuentra ninguna salida. Rictus y ensayos estéticos donde el cuerpo se
desea como sede y escenario para la representación de una ruta corporal signada
por la sexualidad y el deseo. De esa manera se establece una narración
accidentada porque nada parece suficiente para la experiencia de sí y el roce
con los otros. Todo pende de un hilo, al borde de precipitarse hacia el abismo
o hacia una abstracción sin bordes que implicaría una forma de desaparición. Una
crisis, (ocupando un título de Foucault) detonada entre las palabras y las
cosas o, recordando a Judith Buttler, la performática de un yo que se recubre
de una sucesión de diversas performances para escenificar el antiguo dilema entre
el ser y la nada.
Sin embargo, hoy, en los artificios
y espejismos que nos propone el tiempo, quisiera leer aquí sólo el último texto
de El Cofre, el que se escribió especialmente para esta tercera edición, en el
interior de una novela que de edición en edición pone las marcas de su propio
tiempo en el tiempo que acumula novela. Un juego modernista o vanguardista. Así,
la última novela, la del 2012, ocupa como soporte la novela social, se detiene
en imágenes que evocan los efectos masivos del salvaje rumbo de la plusvalía y de
la alienación que abordó Marx en su fundamental Das Kapital.
El Cofre se puede leer también
como un largo viaje a través de la escritura. Como si cada edición del libro
señalara un texto inconcluso o quizás habría que decir un tiempo inconcluso
para la novela. Me refiero, por supuesto, a sus momentos, a sus modificaciones.
Esta micronovela 2012, incluida en su tercera edición, establece una ruta nueva
en la dirección de la mirada, una renovada posición del cuerpo, pues se ejerce
desde adentro hacia afuera, quiero decir que el cuerpo busca el afuera pues se
ha expandido hacia la multiplicidad y la multiplicación del deseo que indaga en
los cuerpos insurreccionales el masivo desorden que movilizaría el letargo.
La noción siempre inestable de cuerpo y más incierta aún para
categorizar un “yo” que plantea esta obra, se reformula una y otra vez para establecer
la posibilidad de un ingreso a la escritura como soporte estético y como lugar
de habla. Entre la decepción y la esperanza la narradora busca en el afuera,
plagado de infracciones o de traiciones, un objeto que le permita el ejercicio
de la letra, se pluraliza. El sujeto de este texto, un sujeto deslocalizado, se
rearma y se reformula en sus décadas de escritura proponiendo un texto
rizomático, tal como dijo Deleuze, fundado nada más ni nada menos que en el
placer de la escritura y en la poderosa y plural militancia de la mirada.
Diamela Eltit
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