martes, 11 de noviembre de 2014

Libero Amalric, el escritor del paraguas y el sombrero por Eugenia Prado,



“¿Quién le robó el sombrero al profesor?” cuenta lo que pasa cuando la gente, quizás sin quererlo, cambia de sombrero, advierte su autor al inicio. Precisamente de eso se trata este libro… De lo que entra y sale del sombrero
Cambiar de sombrero sería como ponerse en los zapatos de otro, pero no con los pies sino con la cabeza. Pienso
Mi AP era especialista en contar cuentos, una profesión que se ha mantenido en el tiempo desde que un tal Adán enmarañó el primer cuento con una tal Eva, una mujer que le hizo morder una manzana para vengarse. (p. 15).
Digamos que la historia comienza así: en el único café de algún lugar llamado Amapolas, la ciudad de los sueños, un abuelo que tiene un caballo al que, por alguna razón, llamó Sócrates, le cuenta a su nieto el cuento de una mujer llamada Sara.
Vivía una niña muy linda que se llamaba Sara y que estaba por cumplir catorce años; con unos pequeños pechos de primavera, sus primeras reglas en orden y con unos padres que necesitaban dinero para solventar el resto de su crianza… los padres empezaban a buscar maridos para sus hijas desde el nacimiento, cuestión de asegurarse la suculenta dote que debían presentar los candidatos machos, si acaso querrían llevarse una hembra en buenas condiciones. (p. 16).
Así entramos en este particular universo de saberes y combinaciones. De pronto, pareciera estar sucediendo la humanidad completa, toda y a la vez, en la historia de Sara que como muchas otras mujeres en el mundo que por costumbre de alguna épocaen algún país lejano o cercano, son casadas o vendidas a un viejo verde que las maltrata, humilla y les hace la vida difícil. Sabemos que estas mismas cosas suceden en muchos lugares donde hay familias, como las de Sara, o que venden o negocian a sus hijas.
Justamente, lo atractivo en este libro, es que las mujeres (no todas) lejos de ser víctimas, tienen poder y fuerza para seguir adelante con sus vidas. Sara tiene la mala suerte de quedar un poco embarazada… un poco porque su embarazo dura muy poco y con un ayuda de la abuela, termina siendo viuda a temprana edad y dueña de una casa de coral… (p. 21).
Cuándo la fatalidad es recreada con ingenio o desde una óptica distinta, es posible imaginar finales felices. Muy pronto, el hijo del viejo verde aparecerá para reclamar su herencia, a lo que la abuela responderá con toda seguridad. –Por muy hijo de puta que usted pueda ser, esta casa pertenece a mi nieta, la viuda de aquel anciano que, por lo que veo, ha sido su padre… Solo que este país no es su país. Es mi país. Y en mi país la casa pertenece a la mujer. (p. 27).
Con La viuda alegre, se inicia esta serie de relatos que actúan como un tejido de finas hebras y que irán reconstruyendo el espejo roto de Roberto, un niño que a los seis meses de vida pierde a su madre, detenida, desaparecida en tiempos de la dictadura militar en Chile.
A medida que avanzo en la lectura, pienso que no es posible hablar de este libro sin pensar en magia, ilusionismo, o en un estado luminoso del ánimo o una forma de mirar como de sorpresa frente a los acontecimientos con que brilla el implacable ojo del abuelo y eje conductor de estos relatos.
Entramos en historias de la vida real. Historias tristes de personas sencillas y de mujeres que no llegan a salvarse. Pienso que también de eso se trata este libro, de hacer justicia a las historias, para percibirlas o entenderlas. Esta serie de relatos, unidos entre sí, son una invitación a cruzar mundos distantes y distintos, recorrer tiempos y espacios y, también, a no olvidar. Porque de eso se trata el escribir, de los tiempos y espacios de la escritura, o pensar con todos los hemisferios. Atreverse y entrar en la realidad y en el mundo de los sueños, y al mismo tiempo, conocer más de la vida, sus múltiples posibilidades o a mirar desde el otro lado de la vereda.
Me siento vagabundo, pero un vagabundo del universo entero. Si quieres, soy anarquista, porque no acepto ningún poder, pero, por otro lado, tengo un profundo respeto por la vida y por el universo. (p. 122).
De todo se va haciendo nuestro universo, de miserias y matanzas, también de historias sencillas, de amores que irán dejando huellas como estelas de luces o registros de cómo nos movemos.
Reconoceremos citas precisas, noticias que circulan en los medios y que benefician los manejos mediáticos. Así, el mundo de los poderosos se perpetúa, acumula y concentra el poder del capital y el dinero. Nos encontraremos con palabras o pequeñas frases que al nombrarlas nos conectan con elementos del mundo. Nombres propios, momentos históricos y lugares que complementarán nuestras ideas.
El mundo nos sucede según las costumbres, la cultura, el tiempo-espacio en que se habita. La historia es una suma de elementos, casualidades, perspectivas y muchas cosas más, la historia se hace de narrativas o de cuentos.
Bastaría con tomar en un pañuelo elementos humanos del mundo y sacudirlo, –pienso–y después del descalabro, imaginar un mundo más amable y amoroso, menos violento y brutal.
Navegamos por la lengua, el lenguaje, la cultura, un despliegue de creatividad, imágenes bellamente elaboradas, visuales muy reales, lo que pudiera implicar algunos inconvenientes, que se amplifiquen los sentidos o que la cabeza se llene de cosas y la lectura se interrumpa. Son los riesgos cuando se escribe abriendo puertas y ventanas, y ver cómo entrar o salir de la realidad, o simplemente flotar y perderse en ella porque la coherencia y la consistencia que nos propone el texto es apasionante.
A ratos poéticos, a ratos experimentales, los textos brillan con el talento y la firmeza de Líbero Amalric, de origen Belga, que después de viajar bastante, hablar 5 idiomas más el nuestro, ha decidido no escribir en la lengua dominante del primer mundo, ni como oriundo del campo de batalla de Europa, tampoco en ninguna de sus lenguas oficiales, sino en un castellano impecable y una estructura muy cuidada para instalarse como uno más entre nosotros. Entonces, magia. En algún lugar del tiempo y del espacio, la infancia con todos sus pliegues sigue viva. La locura creativa puede ser maravillosa y exuberante. Se puede situar una épica, una estética, una poética. En el inconsciente parecen estar las claves del desarme, desbaratarlo todo y quedarse o salir corriendo. Se puede ser un anarquista del decir, o un loco completamente saludable; es cosa de dejarse llevar por estas páginas desbordadas de imaginación y ver como letras y palabras bailan con un humor que anima y sorprende.
Sin evitar los filudos bordes, las historias atraviesan nombres, lugares físicos, simbólicos y zonas de poder. Israel, Estados Unidos; Bush, padre, hijo; Bin Laden y la CÍA se entrecruzan con Latinoamérica y la dictadura en Chile. Escribir es una estrategia. Las historias se escriben y comparten en comunidad. Nos asomamos buscando claves y acertijos. Ficción y realidad se funden y confunden con culturas y países que desfilan por estas páginas en que se mezclan las historias del mundo. Una escritura a ratos experimental, atravesada por descripciones, diálogos, definiciones y poemas, es este viaje al interior de los sueños, una invitación a ingresar o salir de la realidad, más allá del mundo de occidente, de católicos o protestantes a un Medio Oriente de sunitas y chiitas, fundamentalistas y moderados, por cartografías de otros mapas y economías políticas, estrategias de guerra o de sobrevivencia.
Conoceremos a los integrantes de la orquesta de los socialistas y a los de la orquesta de los católicos y a personajes importantes como el señor ministro o el alcalde. Acá los universos paralelos son posibles y el humor y la creatividad se amplifican como resistencia o como formas de contagio, la vuelta de tuerca que dignifica las historias sencillas y los personajes cotidianos.
Cruzaremos el cielo de los dioses anarquistas, aprenderemos de Roberto, profesor de matemáticas, propuestas concretas de organización popular para las tomas de terreno (p. 132) Conoceremos más sobre La Asamblea de la Alimentación que se organizó a fines de 1918… para hacer frente a la crisis económica, por el declive del salitre en el mercado mundial de la posguerra… un movimiento de la sociedad civil que pocas veces se reproducirá en la historia de Chile. (p. 206).
Hay mucho más de mil y una noches de cuentos y lenguas orales y escritas para narrar las culturas y los pueblos, relatos de resistencias; historias de paisajes cotidianos, o cosas que se dicen en las bocas de los mayores. Las historias siempre pueden ser más de una cosa, hacernos reír o llorar, imaginar, reciclar, para no perderse en los cuentos del mercado o de la guerra. Frente a la realidad más brutal, donde hasta el más cuerdo peligra, tomando un poco de acá y otro poco de allá, si consigues un sombrero adecuado, el mundo pudiera reorganizarse o renovarse algo, al menos adentro de la propia cabeza.
Se quita su sombrero blanco de Panamá y lo pone en la mesa, luego se saca su abrigo negro y lo cuelga en el vacío. Se sienta en una silla. (p. 79).
Escribir con libertad es una bendición del decir. Disparar a políticos corruptos, asesinos, en medio de perros que hablan y desiertos en que aparecen mujeres estruendosas, puede ser muy liberador. Realidad ficción, los cuentos son fragmentos de ojos que se esconden detrás de la cerradura para mirar la realidad y no perder el hilo o perdernos.
Entramos en el laberinto misterioso del no tiempo-espacio, que también podría ser el día del no cumpleaños, porque en medio de la nada, se producirán diálogos, que podrían parecerse al de la oruga y Alicia en el país de la maravillas, pero en el desierto.
Nadie sabe. Por momentos, las historias son tan locas que casi se atolondran los sentidos y no hay cómo oponer resistencia a tanta mixtura sugerente y cosa diversa. Pero aunque todo vaya poniéndose cada vez más alocado, no hay que perder la calma. Cuando ya no sabemos quién está contándonos la historia, si el abuelo, el profesor, o un hombre vestido de blanco en medio del desierto. Ni de dónde salen las hablas en esta escritura hecha a retazos, tan habitual como si existiera un tiempo de puertas abiertas y fuera posible experimentar o sumar los mundos paralelos.
Son estelas de información que irán quedando por partes, finalmente, nada está puesto al azar y cada elemento, por loco que parezca corresponde.
El convite es entonces es a jugar a las preguntas y descartes. A nombrar con el pensamiento. A dar y buscar pistas que nos lleven a entender mejor eso de las teorías tiempo-espacio de un universo flexible.
¿Cómo soñar? ¿En qué idioma? ¿Cómo se aproxima el habla cuándo es extranjera?
Cómo transitar la lengua, balbucear palabras o escribir en claves y acertijos cuando se vive cerca, al borde del peligro. El diccionario es metáfora y herramienta en las cosas por saber o del decir con que se cuentan las historias.
Pienso en posmoderno experimental, en materias y materiales mentales, culturales, encefálicos, en partes de lenguas, pronombres, pedazos de idiomas y al unir los cabos sueltos ya me siento una aventajada. Son atmósferas, pequeñas piezas, verse minúscula en un engranaje que es el mundo tan complejo y enorme.
Me siento aventajada, nunca viví la crueldad. Una extraña caravana avanza por el desierto. Y junto a la caravana avanzan los rumores. Dicen que en La Serena un músico ha sido torturado y ejecutado. (Pág. 73). La calle está vacía y lo está por razones de fuerza militar. (p. 125). Nunca viví el terror ni el encierro, ni perdí, la cuenta de los días y las noches cuando se pierde la memoria o la memoria te pierde a ti, y se que en este mismo momento, hay alguien que proyecta sueños en un campo vacío, o que quisiera estar del otro lado del escenario.
Querido tío, Mañana viene mi madre. Nos iremos en un bus a un lugar que se llama Amapolas. Dice que es muy lindo. Allí vive mi abuelo. Tiene un caballo que habla. El caballo se llama Sócrates. Dicen que el abuelo cuenta los cuentos del día siguiente. (p. 250).
Y con esto termino. No diré nada más. No contaré quién le robó el sombrero al profesor, ni hablaré del piquero de patas azules, tampoco diré nada de lo que le sucedió al notario, ni de las conclusiones de los doce analistas sentados alrededor de la mesa redonda en el bus del Transantiago, porque eso, bien pudiera ser parte de otro cuento… ¿o no?

Eugenia Prado Bassi, Ceibo Ediciones, octubre 2014.





sábado, 20 de septiembre de 2014

Mar Negro en el Museo del Libro y de la Lengua



En la última hoja de una biblia comprada en Constantinopla editada en 1923 mi abuelo anotó los nombres y las edades que tenían sus cuatro hijas y su esposa cuando volvió a su casa y no las encontró. Solo eso. Trajo solo eso de ellas. Solo eso tengo de ellas: nombres escritos en una biblia. Esos nombres inundaron la imaginación y se convirtieron en Mar Negro. Mañana Eva Turun Barrere hablará sobre la lectura de Mar Negro de Ana Arzoumanian en el Museo del Libro y de la Lengua. Será también una oración.








Si tengo miedo, apago los ojos. Entonces no escucho eso de que si te caés te rompés el alma. Porque yo no sé hablar. Cuando apago los ojos es como si fuera de noche. Y a la noche, que es a toda hora que apago los ojos me da ganas de tocarme para ver si todavía estoy ahí. Muevo el brazo, busco las piernas. Cuatro veces en una hora, me digo. Y no veo. Y es como caerme. Cierro los ojos tanto, y las manos tan en las piernas, y la cabeza debajo de cualquier cosa, que ya no hay afuera. Si no tengo afueras no habrá peligro de caerme. Cuatro veces en una hora, o dos veces por día, o todo el tiempo. Si no, salgo corriendo. Y si corro, puedo caerme.
Un repertorio de palabras que pueden decir te mato y no matar. Lo que conserva la vida a cambio de escuchar el odio. Como tomar de un vaso sin borde un agua profunda, negra como carbón que va a ser encendido. 

Mar Negro, de Ana Arzoumanian
(fragmento, publicado en Ceibo Ediciones).
 

viernes, 15 de agosto de 2014

Dices miedo de Eugenia Prado, por José Salomón Gebhard





Como en algunos de sus textos anteriores, las prácticas de escritura de Eugenia Prado en Dices miedo vuelven a quebrantar los cánones definidos para la construcción del género, desde la biografía a la ficha clínica, desde el interrogatorio a la confesión. Existe en este texto, sin embargo, una condición que funciona como soporte semiótico: es la teatralidad de la escritura y la escenificación de la letra. De forma similar a su libro anterior, Cierta femenina oscuridad, la escritura se vuelve personaje protagónico que sigue sus propias peripecias. En la novela Dices miedo, Eugenia Prado proyecta la escritura sobre escenarios que hacen de la letra un signo visual y, a la vez, reformulan a las mismas fotografías incluidas en el relato como signos susceptibles de cierta legibilidad, regidos por una lectura sucesiva y temporalmente lineal, que transitan desde la crueldad del retrato familiar hasta la crueldad del matadero. Se puede afirmar, entonces, que Dices miedo propone una escritura iconográfica, a cuyo trasluz se disciernen las siluetas tanto de la letra como del retrato familiar, superpuestos llanamente sobre la escena del crimen. Así, esta escena del crimen es también la escena de la escritura. Este es el sentido de la estrategia fragmentaria en este texto, donde el relato no se constituye a pedazos, como se reconstituye la escena de un crimen por medio de pruebas y evidencias, sino que tales fracciones de sentido son visiones de la letra e imágenes como pantallas.
Y es que esta operación de visualizar la escritura tiene una motivación clara: el crimen se hace evidente solo cuando lo vemos, cuando existe ante nuestros ojos el cuerpo del delito. No hay en Dices miedo la representación de un crimen, sino que la escritura se representa criminal y se autoinflige su propio castigo: la escritura es la cárcel formateada a través de los signos, de los discursos y las instituciones que los sostienen: la psiquiatría, el lenguaje y la familia. Por eso el protagonista ejerce su derecho al crimen, lo desea y a la vez lo rehúye, porque el crimen es un deseo de escritura. Asesinar es escribir, dejar una huella. La mujer escribe puñaladas en el pecho del amante, toma el puñal como un lápiz o una pluma, traza las heridas para exponer las letras que significan el crimen: “En cada nuevo corte fuiste dibujando sacrificios sobre la fragilidad de su piel” (47), o bien, como dice más adelante, “No detener el ejercicio constante de la letra, el puño” (99).
Y no solo el crimen desea a la herida como trazo significante, sino que también el deseo de asesinar posibilita la fuga ante “la lógica del entendimiento”, como aparataje conceptual que reprime y normaliza. La de Eugenia Prado es una escritura que se alza contra la ley, en especial, contra la ley que gobierna y rige a la escritura misma. Dices miedo se afirma sin tropiezos en el umbral inestable donde la ley no puede ser representada sino contra ella misma: escritura de la ley contra la ley de la escritura.
Existe, por lo demás, otra escena que sostiene el tinglado de esta escritura, es la escena de celos. ¿Quién no ha hecho alguna vez una escena de celos? Y es que, en definitiva, los celos son la metodología visual del amor. Así como el crimen debe ser visto, y la escritura leída, los celos también se ofrecen a la mirada: “Me bastó con verlos una vez y me di cuenta de inmediato” (52), casi como el verso mistraliano “Él pasó con otra, yo le vi pasar”. Los celos construyen el amplio territorio que recorre la mirada acuciosa del amante que, bajo la perspectiva psiquiátrica, traducen su carácter obsesivo. Pero el texto de Eugenia Prado, en cambio y afortunadamente, se vuelve una efectiva reivindicación de las obsesiones de los afectos, porque la insistencia en una forma de obsesión es ante todo la manera de resistir la terapéutica del amor y la vigilancia del interrogatorio médico. También hay una relación de celos, tal vez de amor, entre la doctora que interroga y la paciente que responde. A toda escena de celos siempre sigue un interrogatorio. Y como en todo interrogatorio, hay un diálogo de sordos en un encuentro de videntes. Allí donde la doctora pregunta sin obtener respuestas, la paciente afirma sus obsesiones y sus miedos, dice sus miedos, hasta construir un sujeto rebelde que resiste el disciplinamiento del saber psiquiátrico. Tanto es así, que pareciera que el verdadero objeto del deseo criminal de la protagonista es el sujeto que interroga y porta el saber médico. Por fin, nos damos cuenta que los celos no se acaban con el crimen, sino que ellos mismos son signos exacerbados de su escritura, tampoco hay crimen sin celos.
De tal modo, el espectáculo de esta escritura se organiza mediante una múltiple puesta en escena y una sobreabundancia de perspectivas. Tampoco sirve para la comprensión del relato, y eso lo tiene claro Eugenia Prado, proponer un sujeto unívoco, en primer lugar, porque el miedo, ese miedo que es “tuyo”, rompe el imaginario de una presencia unitaria y clausurada; pero también porque el yo se enajena en el reflejo del otro, se altera en sus propias palabras, por eso el miedo, operación fundamental de la enajenación, no puede sino ser dicho, adquiriendo la forma de una expresión que no tiene origen en un yo, sino solo punto de llegada en un sí mismo como traducción de ese yo; por eso el miedo siempre es tuyo, nunca puede ser adoptado como expresión propia. Así, el relato del crimen en las páginas intermedias se hace como apelación a un otro desdoblado, a un ente esquizoide a través del cual se recrea al sí mismo. Ocurre una misma transferencia entre sujeto y escritura como entre doctora y paciente, también esta se desdobla y se autoinvestiga, haciendo del interrogatorio un autointerrogatorio. Es esta una forma de “psiquiatrizar el miedo” (68), contra la cual se rebela el sujeto que afirma su terror, que en definitiva escribe aceptando el reto psiquiátrico que busca culpabilizar y construir un crimen, y ante tal imposición unilateral de significados, solo queda la posibilidad de narrarse en la forma alegre de un yo enajenado. Como dice la protagonista, “las historias
personales son formas de resistencia” (52). Efectivamente hay aquí una biografía sobre el escenario de los recuerdos y el trabajo de la memoria, pero una biografía que pretende superar la ficha clínica. La manera de hacerlo que propone la novela de Eugenia Prado consiste en asumir el crimen como el asesinato de todo lo abyecto que nos conforma, matar al otro que nos habita, metamorfosear al asesino en víctima. Por eso la conclusión del relato, al final de esta narración, no puede ser otra que “crecer hacia adentro”.
Las descritas son escenas de desconfiguración, el desmontaje de la imagen y de la letra, la des- composición del género narrativo y del sujeto narrador que lo sostiene. Para ello, no existe mejor manera de hacerlo que mediante la violencia semiótica del crimen organizado como producto estético.

Por José Salomón Gebhard
, Universidad de Chile.
Publicado en Reseñas Taller de Letras N° 51: 307-335, 2012. Departamento de Literatura de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

martes, 20 de mayo de 2014

Con K de Elphick, por Diego Muñoz Valenzuela


Retrocedo en el tiempo y visualizo una escena más que absurda para los parámetros de nuestros tiempos: una vieja micro a medio desarmar, despintada y rechinante, repartiendo su humareda por la ciudad de Santiago. Subo por la pisadera corroída, pago con ínfimas monedas el importe a un chofer de eterno mal carácter, que tras cortarlo con rabia, me arroja el boleto como si fuera una dosis de napalm. Sigo las instrucciones que gruñe y, obediente, emprendo el camino. Se trata de “avanzar por el pasillo atrás”. Porto un archivador con mis cuadernos y visto el uniforme de la enseñanza media, con el desbarajuste de rigor: el cabello desordenado, infringiendo el límite del cuello de la camisa; el nudo de la corbata añil no solo suelto sino que, por añadidura, comprimido y chueco.
Sobre la superficie bamboleante de la micro prehistórica sueño con otro mundo, tal como en aquel momento hace buena parte de mi generación. Medito acerca de las dificultades para lograrlo, que son  muchas, demasiadas. Cuando llego al final del pasillo, veo, acomodado en la última corrida de asientos, a un obrero, inconfundible por su bolso, los gastados bototos de seguridad y las ropas salpicadas de manchas y raspaduras. Está leyendo. Curioso irrefrenable, me acerco para investigar de qué libro se trata. Me asombra descubrir que se trata de LA METAMORFOSIS de Kafka. La edición de Quimantú de 1972.  Falta un año para que la locura y el terror se desaten sobre nuestro país. El obrero lee, atrapado por el mundo extraño, enrarecido, de la novela. Yo concluyo que una transformación gigantesca está en marcha. En ese hombre germinaba algo nuevo, poderoso, cuyos efectos eran imprevisibles. Había que abortar ese embrión. Así lo dispusieron esas fuerzas invisibles y poderosas. Kafkianas. Así culminó, pulverizado, el sueño de varias generaciones.
Existen momentos de anemia intelectual en los cuales es posible entramparse -a pesar de que ejerzo una autovigilancia extrema- y ocurre que a  veces caigo, usualmente impulsado por un interlocutor majadero. Así me he visto arrastrado hasta una encrucijada donde se me conmina a escoger a un solo escritor predilecto. Debo confesar que he experimentado más de una vez la tentación de señalar a Franz Kafka. No creo en los rankings, no creo en las listas cortas de iluminados, sí en las listas extensas y heterogéneas. Sin embargo, no podría excluir de ninguna lista, por más corta que ella hubiese de ser, a Kafka. Nadie como él se anticipó a develar las sombrías formas que conforman el estrato del capitalismo. Seco, brutal, desalmado. O las redes inconmovibles de la burocracia.
En Kafka se entremezclan biografía y producción literaria. Todos sus materiales provienen de la vida que le correspondió, aquellos que sus bellos ojos oscuros y profundos pudieron escrutar mejor que nadie: el dolor que proviene del predominio de la inhumanidad, el sinsentido de los procedimientos burocráticos, el abandono del ser humano subsumido en una estructura social inmisericorde que genera angustia, opresión. Cualquier semejanza con el actual orden de las cosas vendría a ser mera casualidad, ¿cierto? Juicios interminables, imputados poderosos que salen impunes de evidentes y flagrantes delitos (hasta de crímenes), detenciones abusivas, absurdas, aplicación de leyes antiterroristas a los más débiles, torturadores paseando por las calles disfrazados de honestos ciudadanos. La lectura de Kafka en el Chile actual trae, inevitablemente, unos siniestros aires de familiaridad.
Pienso que no existe un escritor tan moderno como Kafka, aun cuando nos acerquemos al centenario de su fallecimiento. La prosa exenta de artilugios, el lenguaje preciso, seco, casi notarial, la indiferencia del narrador, propia de un amanuense imperturbable. La innegable penetración de su mirada, la intuición de rayos X.
Lilian Elphick acometió en K, su nuevo libro que nos convoca, la tarea de construir un homenaje literario digno de la importancia y, sobre todo, la vigencia de Franz Kafka. En K se advierte la pulsión de un legítimo fervor, tal vez lo opuesto a la veneración de un ídolo sacro; se advierte más bien fraternidad, ternura, compasión, complicidad. Viene a ser una suerte de exhumación o invocación  del espíritu de K, para a partir de él –tomando de aquí y allá los efectos que su literatura hizo posibles en cuanto comenzó a divulgarse de manera póstuma- escribir un texto integral y multiforme capaz de materializar al autor entre nosotros.
K es un libro heterogéneo y curioso, una especie de baúl repleto de pequeños tesoros. No obstante el conjunto posee una estructura integradora muy potente. En cada página de K encontramos a Kafka, a sus progenitores, personajes, amigos, sus novias, otros escritores y personajes de esos escritores, grajos, escarabajos..
También este libro es una epopeya de la escritura, epopeya de la vida de un gran escritor que no quiso que su obra fuera conocida y que se convirtió, post mortem, en uno de los más grandes autores de nuestra era. Y aventura de la escritura en sí misma, conducidos por la pluma de Lilian Elphick. Encontrarán, si buscan con cuidado, muchas alusiones al proceso de escribir. Para muestra un botón. Al final de K bajo la lluvia: “intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave perdida irremediablemente”. Una conexión con Rodrigo Lira: “porque escribí estoy vivo”, aseveró el poeta, “la poesía terminó conmigo”. Aconsejo la lectura de K en la escritura, que incluye un fragmento del poema referido a modo de epígrafe.
El nazismo y el Holocausto, pesadillas que Kafka intuyó, pero no alcanzó a ver (en eso tuvo fortuna respecto de las tres hermanas que lo sobrevivieron sólo para ser  asesinadas en los campos de concentración). La literatura se plantea como un refugio inexpugnable frente al horror. Se me ocurre pensar en K en el adiós, despidiéndole del fiel Gregorio,  donde K sube a un humeante tren cuyo destino no conoce.
Si afirmara que K es un libro de microrrelatos o minificción estaría diciendo una verdad a medias, que viene a ser una mentira en el mundo tangible, aunque tal vez una total veracidad en el mundo de la literatura.  Sin embargo, sí que constituiría una simplificación reduccionista; sería más fácil de entender, pero no por ello más cierto, y -menos todavía- exacto. De hecho, se marca una tendencia en el trabajo de Lilian Elphick. Esta tendencia se manifiesta hace algunos años, primero de manera subrepticia, insinuada; luego, de forma sutil e incluso intensa. Así ha ido –con dosificación, disimulo y astucia- acostumbrándonos gradualmente a estos cambios, dorándonos la píldora y experimentando al mismo tiempo.
Ana María Shua, destacada microcuentista argentina, ha señalado que el género brevísimo tiene una de sus fronteras limitando con la comarca de la poesía. El trabajo de Lilian Elphick se inscribe crecientemente en torno a dicha frontera, y en particular los textos de K tienden a cruzar el límite de forma flagrante, lo cual no constituye ninguna infracción, sino que por el contrario: una invasión virtuosa y exquisita para un paladar literario refinado.
Por ahí he insinuado, hasta ahora con timidez, que el auge del microcuento se correlaciona en cierta forma con la declinación de la poesía. No me refiero a una declinación intrínseca, porque pienso que la poesía goza de buena salud; hablo de la baja de interés de editoriales y lectores (esto es como el huevo y la gallina, no es fácil decir cuál es causa y cuál consecuencia cuando existen relaciones de interdependencia compleja). Lo concreto es que la publicación de poemarios –más allá de sus excelencias o carencias- usualmente llega a unos pocos cientos de ejemplares, cuando no a unas pocas decenas. Se publica y se lee poca poesía en nuestro mundo posmoderno, y soy el primero en lamentar esto. Siempre he afirmado –y soy fiel a esta práctica- que un narrador debe ser un muy buen lector de poesía.
Creo que la poesía –indestructible, imprescindible para la supervivencia del alma humana en tiempos difíciles- reemerge a través del microcuento. No pretendo en la presentación de K desarrollar los argumentos o destacar los ejemplos que respaldan esta tesis, aventurada por decir lo menos. Básteme indicar que cuando ustedes lean K advertirán que esta idea controversial no lo es tanto. Y que la literatura –más allá de los catálogos literarios, de los compartimientos que pueden intentar imponérsenos a los autores desde el territorio académico - sólo tiene que ganar con estos cruces de fronteras. La literatura, cuya estructura interna es mucho más rica y compleja que un ordenamiento de cajas rotuladas con denominaciones como poesía, cuento, teatro, novela, microcuento.
Vaya impostura. J’acusse: Lilian Elphick viene aplicando desde hace un buen tiempo métodos y formas propios de la poesía en su micronarrativa. Y no sólo le ha bastado con esto, sino que ha introducido evidentes insertos del drama y si nos ponemos un poco más agudos, incluso dosis novelísticas y ensayísticas. Ergo, nos ha pasado –y lo peor es que para bien, por fortuna recalco- gato por liebre.
Descartado el fútil encasillamiento en géneros, solo cabe abocarse a los textos mismos, disfrutarlos, paladearlos. No es tarea fácil, acaso se asume como un entendimiento, una intención de comprender racionalmente lo que está dicho. Aquí estamos frente a una obra de arte, que debe ser degustada, observada, sentida, disfrutada. Usted ha de leerla en voz alta, una y otra vez. Recitarla, quizás. Olerla, lamerla, acariciarla, sentir su textura. Dejar que las palabras penetren la piel por osmosis y lo contaminen de esa entrañable mezcla de dolor, dulzura, desconcierto, belleza e imaginación.
K, paradójicamente, reconstruye la sensación de la narrativa kafkiana, sin modificar su esencia, pero utilizando otros procedimientos bien diferentes, a veces casi opuestos al estilo de Kafka, que destella por su prosa directa, magra, exenta de metáforas y ajena a la utilización de cualquier clase de adorno. En la prosa de Elphick hay mucha textura poética, imágenes, belleza. No obstante, el sabor del conjunto, la metáfora global es la misma; un efecto notable.
Se lucha por tener, por entender en nuestro mundo. Se lucha por el poder, sobre todo por el poder económico. Cuando la preocupación debiera centrarse en ser, sentir, compartir. Despertamos cada mañana transformados en horribles insectos tras haber soñado con las batallas cotidianas en el mundo que Kafka nos hizo ver con su prodigiosa narrativa. El escritor que no quería ser leído, hizo una de las contribuciones más maravillosas a la literatura moderna.
Quiero cerrar estas palabras con unas citas de Kafka; brillantes, sabias y tremendas:
“La literatura es siempre una expedición a la verdad”.
“Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza no envejecerá nunca”.
Ahora, afírmense en sus asientos:
“Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el limo de una nueva burocracia”.
¿De dónde extraer esperanzas entonces? Quizás del último reducto que me va quedando: el fulgor de Antonio Gramsci. Anoche soñé que me convertía en el Intelectual Orgánico y que el mundo era bueno y me gustaba, y que yo hacía lo mío sin mezquindad ni medida, como los demás, y que todos eran-éramos dichosos viviendo de esa manera. Dijo Gramsci, lo cita la propia Lilian Elphick como epígrafe de “La mirada de K”: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Me aferro al madero de Gramsci, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. ¿Quién tendrá la razón, Kafka, Gramsci, Elphick? ¡Qué enigma! Es posible que los tres. Lean este libro y entren en su sueño, porque nos hace mucha falta.
***
Presentación al libro K, de Lilian Elphick.

14 de Mayo de 2014

lunes, 19 de mayo de 2014

Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy: Presentación en cuatro episodios, por Alida Mayne-Nicholls Verdi



Episodio 1: “Mi bisabuelo no es mentiroso pero considera que en la verdad caben las omisiones y las adaptaciones cuando se trata de recordar el pasado […]” (7).  “Mi bisabuelo” es el primero de los diez cuentos que conforman Cosas que pasan. Cuando se avanza en la lectura del libro, nos damos cuenta de que este primer relato es diferente; la narración tiene otro tono, en parte porque está mediada por este bisnieto que a veces acepta y otras cuestiona las memorias que el anciano trae del pasado; un descendiente que trata de dilucidar qué hay de verdad en la historia del bisabuelo ruso: su partida y su llegada fortuita al sur de Chile, en medio de omisiones y esfuerzos por ser testigo de acontecimientos impactantes, aunque las fechas no cuadren. En cambio, los siguientes cuentos hablarán desde el yo –unos femeninos, otros masculinos-, tratando de reconstruir sus propias historias. Sin embargo, el relato del bisabuelo o, más bien, la forma de recordar y narrar que tiene el bisabuelo nos dispone a leer los recuerdos de los otros cuentos teniendo presente que recordar es recrear momentos guardados en la memoria: al sacarlos afuera se convierten irremediablemente en una ficción, en un relato, porque comunicar aquello que alguna vez pasó ya no es posible.
Ricoeur escribió: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria. Y sin embargo…
Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásenos el recuerdo de ello” (La memoria, la historia, el olvido 22-23). Pero, ¿es eso lo que buscamos al recordar? ¿Anotar una verdad? ¿Por qué es una amenaza la imaginación cuando el recuerdo es el de un momento íntimo, privado? Porque relatar nuestra historia no es hablar de una serie de sucesos como si se tratara de una minuta higiénica, sino que el yo de esas narraciones articula –por usar un término de Sylvia Molloy- esos sucesos en una narración que es propia y en la que, de hecho, se expone, de la misma manera que lo hacía el bisabuelo, a que alguien dude de los detalles, de lo que se vio, de lo que se dijo, de lo que se fue protagonista y de lo que se fue testigo. En ese sentido, la historia del bisabuelo se me fue presentando como una invitación en muchos niveles; algunos de ellos: reconocer cómo yo misma reconstruyo historias de infancia que ya no sé si son recuerdos propios o si se trata de recuerdos impresos en mi mente como consecuencia del continuo relato de padres y abuelos; y es también una invitación a leer sin prejuicios, a no juzgar cuando el narrador inventa nombres, situaciones, gustos.
El último párrafo del cuento “El bisabuelo” nos relata brevemente cómo este hombre que no hablaba el español y que quedó varado en Puerto Montt, encontró trabajo reparando el techo de un cura. Gracias a eso –asegura el bisabuelo- aprendió un oficio –no el de reparador de techos, sino el de ebanista- y encontró un amor: la sobrina del cura, la futura bisabuela del narrador, “por ella no volvió a embarcarse. Eso debe ser verdad porque mi bisabuela se sonroja cuando escucha esa parte” (12), nos dice el bisnieto. Y allí este cuento nos da otra guía, porque el resto de los relatos de Cosas que pasan son relatos de amor: en tiempos difíciles –dictadura, clandestinidad, exilio-, pero al fin y al cabo historias de amor: sus detalles podrán estar afectos a la tal amenaza de la imaginación, pero esa pequeña mención del romance del bisabuelo nos enseña que, en medio de las omisiones y las adaptaciones, lo relativo al amor “debe ser verdad”.
Esto me lleva al:
Episodio 2: la memoria que hay en estos cuentos es una memoria herida, marcada por el trauma, un trauma insalvable en la enunciación: el presente no puede olvidar que el 11 de septiembre de 1973 hubo un golpe de Estado que más que cambiar un país y a su gente, lo agrietó de manera irrevocable. Los personajes de Cosas que pasan tienen conciencia de ello y algunos incluso lo explicitarán. Así en el cuento “Mala suerte”, el narrador nos anuncia que su recuerdo tuvo lugar “poco después del golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet” y luego, entre paréntesis, nos advierte: “(me permito este pequeño alcance histórico porque la dictadura tiene un rol protagónico en este cuento y los años transcurridos podrían haber borrado el pasado en algunos lectores amnésicos)” (13).  Por supuesto que habrá lectores amnésicos; recordemos lo que propone al respecto el argentino Hugo Vezzetti: tres formas de memoria, una que solo quiere dar vuelta la página; otra en que no hay distanciamiento alguno, el pasado sigue siendo presente; y una memoria que busca reflexionar acerca de lo que pasó. Los personajes –o gran parte de ellos- de Cosas que pasan no quieren dar vuelta la página y tienen conciencia de que no es posible retomar el pasado, sus acontecimientos no quedaron suspendidos; pero el quiebre, la herida, requiere que de alguna u otra manera se cuenten aquellos relatos que no ocupan un lugar en los textos de historia y en las memorias oficiales.
Las historias de amor parten de encuentros casuales: un cruce de miradas en el paradero de micros o en un recital en un parque; o bien, una cita a ciegas. Todos ellos son posibilidad, una posibilidad de diluirse tan imperceptiblemente como se gestó o posibilidad de redundar en algo más, algo que se mantendrá en el tiempo, que podrá seguir formando nuevos recuerdos. Lo que sucede con estos amores es que algo se interpone entre ellos: una detención, una desaparición, el exilio, incluso estar en veredas políticas contrarias. Ante situaciones como el toque de queda, las vigilancias, la clandestinidad, los relatos nos presentan a personajes que insisten en el amor, porque saben que la única manera de sobrevivir es dándole un lugar a la posibilidad, es decir, al futuro. En “Malentendido” el narrador recuerda: “Les conté [a sus amigos] cada detalle de mi encuentro con Verónica […], insistiendo en el azar que nos había reunido y las circunstancias que presagiaban algo más que una aventura pasajera” (84): el ansia de lo que puede llegar a ser. Pero no solo es futuro, sino algo que se concreta en el presente; el amor entonces es un refugio: protege de la soledad, del dolor, del miedo, de la posibilidad de que en el futuro (a veces demasiado cercano) todo se destruya de forma implacable.
Y para nosotros, lectoras y lectores, una interpelación a que no demos vuelta la página.
Ante la violencia desplegada, la memoria se vuelve necesaria para rearmar esos breves pero intensos episodios amorosos; una forma de hacerle justicia a las historias que quedaron inconclusas, a las personas que fueron lastimadas, a la eliminación del amor.

Episodio 3: la vida en el otro lado
Los cuentos, en general, nos muestran historias sobre chilenos expatriados; sus historias fuera de casa y también esos vívidos e íntimos recuerdos de amor que se llevaron consigo al exilio. El caso del bisabuelo es distinto: un expatriado que convirtió a Chile en su nuevo hogar. Esta historia nos muestra que es posible crear vínculos en un nuevo lugar; según el bisabuelo, de hecho, en un año ya había olvidado cuál era su verdadera procedencia. El bisnieto, por supuesto, no le cree; yo también creo que miente, pero hay una verdad profunda ahí: para echar raíces en un nuevo lugar, hay que “olvidarse” del lugar de origen.  En Canción en el sombrero, el texto autobiográfico de Horacio Salinas de Inti-Illimani, el músico relata que después de ocho años de exilio en Italia, seguían pensando en ello como algo provisorio, como si estuvieran de paso. Pero en un momento ese estar de paso quedó en evidencia: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116). Nuevamente nos encontramos con el amor: un bisabuelo que decide olvidar si era ruso, ucraniano o moldavo; un hombre que se debate entre regresar a Chile o formar una familia en el nuevo país, pasar de lo temporal a lo indefinido. La reflexión es inevitable: el que parte al exilio se ve obligado a renunciar a muchas cosas, pero el que decide convertir el país que lo acoge en algo permanente, también debe renunciar. Por eso, no hay una sola decisión ni un solo camino posible, como nos muestran estos cuentos: aunque el contexto político sea similar para todos, la forma de experimentarlo en la intimidad, en lo personal, será único para cada individuo, como lo es para cada uno de los personajes que llegamos a conocer en estos relatos.
Y porque cada camino es único y personal, finalmente llego al Episodio 4, que es la lectura que harán ustedes de estos cuentos; cada uno sabrá cuáles son sus omisiones y adaptaciones.

Alida Mayne-Nicholls Verdi, Mayo 2014.