viernes, 15 de agosto de 2014

Dices miedo de Eugenia Prado, por José Salomón Gebhard





Como en algunos de sus textos anteriores, las prácticas de escritura de Eugenia Prado en Dices miedo vuelven a quebrantar los cánones definidos para la construcción del género, desde la biografía a la ficha clínica, desde el interrogatorio a la confesión. Existe en este texto, sin embargo, una condición que funciona como soporte semiótico: es la teatralidad de la escritura y la escenificación de la letra. De forma similar a su libro anterior, Cierta femenina oscuridad, la escritura se vuelve personaje protagónico que sigue sus propias peripecias. En la novela Dices miedo, Eugenia Prado proyecta la escritura sobre escenarios que hacen de la letra un signo visual y, a la vez, reformulan a las mismas fotografías incluidas en el relato como signos susceptibles de cierta legibilidad, regidos por una lectura sucesiva y temporalmente lineal, que transitan desde la crueldad del retrato familiar hasta la crueldad del matadero. Se puede afirmar, entonces, que Dices miedo propone una escritura iconográfica, a cuyo trasluz se disciernen las siluetas tanto de la letra como del retrato familiar, superpuestos llanamente sobre la escena del crimen. Así, esta escena del crimen es también la escena de la escritura. Este es el sentido de la estrategia fragmentaria en este texto, donde el relato no se constituye a pedazos, como se reconstituye la escena de un crimen por medio de pruebas y evidencias, sino que tales fracciones de sentido son visiones de la letra e imágenes como pantallas.
Y es que esta operación de visualizar la escritura tiene una motivación clara: el crimen se hace evidente solo cuando lo vemos, cuando existe ante nuestros ojos el cuerpo del delito. No hay en Dices miedo la representación de un crimen, sino que la escritura se representa criminal y se autoinflige su propio castigo: la escritura es la cárcel formateada a través de los signos, de los discursos y las instituciones que los sostienen: la psiquiatría, el lenguaje y la familia. Por eso el protagonista ejerce su derecho al crimen, lo desea y a la vez lo rehúye, porque el crimen es un deseo de escritura. Asesinar es escribir, dejar una huella. La mujer escribe puñaladas en el pecho del amante, toma el puñal como un lápiz o una pluma, traza las heridas para exponer las letras que significan el crimen: “En cada nuevo corte fuiste dibujando sacrificios sobre la fragilidad de su piel” (47), o bien, como dice más adelante, “No detener el ejercicio constante de la letra, el puño” (99).
Y no solo el crimen desea a la herida como trazo significante, sino que también el deseo de asesinar posibilita la fuga ante “la lógica del entendimiento”, como aparataje conceptual que reprime y normaliza. La de Eugenia Prado es una escritura que se alza contra la ley, en especial, contra la ley que gobierna y rige a la escritura misma. Dices miedo se afirma sin tropiezos en el umbral inestable donde la ley no puede ser representada sino contra ella misma: escritura de la ley contra la ley de la escritura.
Existe, por lo demás, otra escena que sostiene el tinglado de esta escritura, es la escena de celos. ¿Quién no ha hecho alguna vez una escena de celos? Y es que, en definitiva, los celos son la metodología visual del amor. Así como el crimen debe ser visto, y la escritura leída, los celos también se ofrecen a la mirada: “Me bastó con verlos una vez y me di cuenta de inmediato” (52), casi como el verso mistraliano “Él pasó con otra, yo le vi pasar”. Los celos construyen el amplio territorio que recorre la mirada acuciosa del amante que, bajo la perspectiva psiquiátrica, traducen su carácter obsesivo. Pero el texto de Eugenia Prado, en cambio y afortunadamente, se vuelve una efectiva reivindicación de las obsesiones de los afectos, porque la insistencia en una forma de obsesión es ante todo la manera de resistir la terapéutica del amor y la vigilancia del interrogatorio médico. También hay una relación de celos, tal vez de amor, entre la doctora que interroga y la paciente que responde. A toda escena de celos siempre sigue un interrogatorio. Y como en todo interrogatorio, hay un diálogo de sordos en un encuentro de videntes. Allí donde la doctora pregunta sin obtener respuestas, la paciente afirma sus obsesiones y sus miedos, dice sus miedos, hasta construir un sujeto rebelde que resiste el disciplinamiento del saber psiquiátrico. Tanto es así, que pareciera que el verdadero objeto del deseo criminal de la protagonista es el sujeto que interroga y porta el saber médico. Por fin, nos damos cuenta que los celos no se acaban con el crimen, sino que ellos mismos son signos exacerbados de su escritura, tampoco hay crimen sin celos.
De tal modo, el espectáculo de esta escritura se organiza mediante una múltiple puesta en escena y una sobreabundancia de perspectivas. Tampoco sirve para la comprensión del relato, y eso lo tiene claro Eugenia Prado, proponer un sujeto unívoco, en primer lugar, porque el miedo, ese miedo que es “tuyo”, rompe el imaginario de una presencia unitaria y clausurada; pero también porque el yo se enajena en el reflejo del otro, se altera en sus propias palabras, por eso el miedo, operación fundamental de la enajenación, no puede sino ser dicho, adquiriendo la forma de una expresión que no tiene origen en un yo, sino solo punto de llegada en un sí mismo como traducción de ese yo; por eso el miedo siempre es tuyo, nunca puede ser adoptado como expresión propia. Así, el relato del crimen en las páginas intermedias se hace como apelación a un otro desdoblado, a un ente esquizoide a través del cual se recrea al sí mismo. Ocurre una misma transferencia entre sujeto y escritura como entre doctora y paciente, también esta se desdobla y se autoinvestiga, haciendo del interrogatorio un autointerrogatorio. Es esta una forma de “psiquiatrizar el miedo” (68), contra la cual se rebela el sujeto que afirma su terror, que en definitiva escribe aceptando el reto psiquiátrico que busca culpabilizar y construir un crimen, y ante tal imposición unilateral de significados, solo queda la posibilidad de narrarse en la forma alegre de un yo enajenado. Como dice la protagonista, “las historias
personales son formas de resistencia” (52). Efectivamente hay aquí una biografía sobre el escenario de los recuerdos y el trabajo de la memoria, pero una biografía que pretende superar la ficha clínica. La manera de hacerlo que propone la novela de Eugenia Prado consiste en asumir el crimen como el asesinato de todo lo abyecto que nos conforma, matar al otro que nos habita, metamorfosear al asesino en víctima. Por eso la conclusión del relato, al final de esta narración, no puede ser otra que “crecer hacia adentro”.
Las descritas son escenas de desconfiguración, el desmontaje de la imagen y de la letra, la des- composición del género narrativo y del sujeto narrador que lo sostiene. Para ello, no existe mejor manera de hacerlo que mediante la violencia semiótica del crimen organizado como producto estético.

Por José Salomón Gebhard
, Universidad de Chile.
Publicado en Reseñas Taller de Letras N° 51: 307-335, 2012. Departamento de Literatura de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.