Quizás la sentencia que marca y engloba el texto de Objetos del silencio sea aquella que dice que “los niños no son ángeles, ni seres asexuados, sino pequeños cuerpos habitados por una mente, una lengua. Nacen allí sobre la tierra marcada por el sexo, bajo las insidiosas miradas de sospecha de los adultos”.
La verdad es que eso fue lo que creí al leer la primera edición tan provocativo como terminal. Faltaba la irrupción de un nuevo personaje, que en esta segunda interpretación lo trastoca todo, para otorgarle un sentido de clase al texto. Un sentido de final de camino.
Las casta y las dinastías, los apellidos, por rimbombantes que éstos sean, están sometidos a las leyes que no son humanas ni divinas, como los animaleslos vegetales, como todo lo vivo y circunscrito a la representación de la vida taxonomizada, al tañir implacable de la campana de Gauss. Todo se extingue. La curva ascendente y la cima de la gráfica guardan estrecha relación con la capacidad reproductiva, con la reproducción, con la copia. La descendente es la fuga del esperma, del óvulo marchito.
En la estadística de Gauss, todo acaba, suavemente, sin estridencias.
Hoy, en esta segunda interpretación, los secretos sexuales de infancia son puntos de inflexión en el trazado de esa curva; ya no la esencia misma. Lo que aquí se devela, finalmente, asomándose desde las capas ocultas de la primera intención, es la activa voluntad de salvar la memoria del ser superior, antes que verla descender hacia la bastedad de lo ordinario.
La madre, en esta versión, todo lo ordena y lo justifica, le da sentido. Los hijos eyaculan sin fecundar. La curva de la campana desciende inexorablemente. "Entendí que después de ustedes", dice ella, "no quedará nada de nosotros".
Es la madre la que sale del closet, no sus vástagos. El suyo no es un armario para esconder pulsiones, sino que la catacumba de su estirpe.
Josefina Salvatierra Riquelme posee apellidos que la vinculan al concepto de Patria, la peor de las aberraciones humanas. Servidumbre, levitas, mancuernas, porcelanas, tocados y brocados, paneles de caoba y serafines dorados. La hacienda y el patrimonio. Esa es la representación de una patria oculta tras los arrayanes. Mariano y Jesús se llaman los hijos y amantes. Una conjunción vaticana y dogmática, una inmaculada concepción tan imposible como infértil. María y el Cristo, Mariano y Jesús. Un anuncio arcangelical y perverso de la última reproducción de la propiedad, del final de la perpetuación de la tierra en un continente arrasado por la barbarie, en que hace su retirada la moral descompuesta, mas inmune al arribismo imperante.
Las madres saben que los padres sostienen los pedestales. Son pies de lámparas, columnas inertes. Ellos colman de objetos; ellas organizan y administran.
Ellos saben de coitos apagados y mediocres. Ellas, de genética.
¿Y los niños? Persiste en esta edición su condición de ángeles sexuados, ahora como objetos a ser organizados y administrados. La madre se ilustra y recopila los secretos de otros para justificar la extinción de su propiedad sobre los objetos y sus historias aristocráticas.
Hay frotes en los rincones, en las camas heredadas, ahí donde antes se reprodujo la clase y ahora se agota la casta. Hay secretos en casas de amigas, en parques, baños y patios escolares; besos a diestra y siniestra, lengüetazos, salivazos, succiones.
Los secretos de infancia se guardaban bajo siete llaves en la memoria, hasta que las llaves perdidas diluyen el secreto en las marismas del falso recuerdo y de la fantasía; y otros y otras más archiveros, con tinta rosa, con tinta violeta, anotan sus secretos en diarios de vida con candado que se abren con un simple clip.
Eugenia Prado desarchiva de la memoria lúgubre las andanzas en alcobas, tinas, zaguanes. Abiertos, expuestos, palpitantes, los secretos de infancia se nos presentan tan comunes, tan propios; el dejá vu nos invade. Lorena, Benjamín, Adriana, Manuel, Ana, Javier, La Catita, Carmen, José, Laura, el Hermano menor, el hermano mayor, criaturas de un Dios ciego, sordo y mudo… y por sobre las cabezas y los inútiles aparatos no reproductivos: la madre, siempre la madre. La última madre.
Esquizofrénica, Eugenia se transforma en el otro con aterradora consistencia. Se inmiscuye, delata, reduce a escombros el silencio. Todas las voces, una a una, en un desfile de intimidad culposa, resultan convincentes; la personalidad múltiple de la autora se hace cargo del malabarismo literario.
Hablantes adultos con lenguas de niños; historias relegadas a recónditos rincones de la memoria que, al ser rescatados por Eugenia, hacen florecer nuevamente las hablas infantiles. Regresiones, multiplicación de horrores en forma de pasiones. La ausencia y la soledad campean en los Objetos del Silencio, de la mano de la culpa y del deseo.
Culpa y deseo, confesión y secreto en esas voces recopiladas por esa madre.
- Seis años y ya eras una pervertidilla…
- puede que mi mamá haya sospechado algo, pero nunca dijo nada.
- Se quedó viéndome como un pájaro extraviado.
- Mi padre me condenó a sentir placer y me condenó al silencio.
- Las ganas de que no se detenga…
- y ella, la muy fodonga, se levantó el vestido mostrándole sus cuadros.
- El quiltro, al verme, salta sobre mí.
Relatos de adultos con lenguas de niños y el siseo de la madre serpiente. Aquí está la fría máscara de lo perverso, de la vigilancia interrumpida y el castigo como método.
Investiga la madre por intermedio de los ojos de la autora: La fuerza determinante de la sexualidad infantil en el mundo adulto aparece en ocasiones en una criminología que estalla, como lugar recargado de tensiones donde se cruzan el lenguaje, la política, las economías y que pareciera estar relacionada con el amplio mercado de las intensidades y la simultaneidad del sexo.
El castigo que normaliza, cuando no se basa en entendimiento, conduce, invariablemente a la esfera siquiátrica y a la crónica roja.
Para Foucault, el arte de castigar, en el régimen del poder disciplinario, no tiende ni a la expiación ni exactamente a la represión. Utiliza estas tácticas de referir los actos, establecer comparaciones, diferenciar a los individuos, definir lo que es anormal y lo normal. La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias: compara, diferencia, jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza.
Aquí nadie quiere a nadie, se acabó el querer. El deseo lo es todo, pero es un deseo estéril, el final de la especie, el ADN disperso de una especie que desaparece para que otra ocupe su lugar y describa su surgimiento, su apogeo e inevitable muerte, anunciada por las campanadas de Gauss.
Si hay algo que salvar, son las antiguas huellas que recorren las venas azules. La sangre es sacrificable; se encharca en la tierra de la hacienda, pero la Rosa, la empleada, estará ahí para limpiarla.
Dauno Tótoro Taulis
200 pp. Ceibo Ediciones, 2015
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