El bosque, la bruja y las bestias
Por Lorena Amaro
En la isla, el nuevo e interesante libro de Nicolás Poblete, presenta la historia de Rocío, una abogada aparentemente exitosa, quien regresa a Chiloé para visitar a su hermana, Silvia, y a su madre, que padece un serio trastorno mental. El suyo es un retorno a la isla y a los bosques de su infancia, los que le parecen, sin embargo, muy cambiados y ajenos: la introducción de especies vegetales y animales foráneos, el paso de un tiempo ávido y devastador, hacen de ésta una travesía por el extrañamiento y a ratos, también, por lo siniestro: “El cielo parecía una pizarra mal borrada. Rocío no sabía qué era, pero notaba un cambio en la Isla; no solamente aparente. Había algo extraño en el aire. Quizá ella había cambiado más lentamente que la Isla, ¿o era al revés?” (64). La caminata de Rocío, como la de los personajes de los cuentos infantiles, es un recorrido por los tupidos símbolos de la psique, de lo desentrañable, de lo oculto, de lo reprimido, solo que este bosque es, como dice Silvia, “un artificio, una farsa” (64-65). Ya no es sólo el lugar arcaico del peligro, de la violencia, de la desaparición, sino que ahora es también, con la instalación de un coto de caza para turistas extranjeros, el lugar del negocio.
El adentramiento del personaje que retorna a los bosques, que son también los de la memoria, adquiere en esta narración incluso otro matiz, ya que el texto invita, en una nota a pie de página, a que los lectores miren hacia atrás, hacia una novela poco conocida, marginal en el canon literario chileno, una novela escrita en 1938 y reeditada por última vez en 1961: Gente en la isla, de Rubén Azócar. Allí también, como en la novela de Nicolás Poblete, alguien, Antonio Andrade, vuelve a Chiloé. Asimismo están los bosques, los cipresales que desatan una pugna entre el monopólico capital chileno y un chilote aventurero que defiende su derecho a explotar los recursos de la isla. Las voces de esos personajes, creados por Azócar, se deslizan por debajo de las voces con que Poblete confronta a tres mujeres, habitantes de una isla dentro de la isla, de una isla rodeada de aguas estancadas. Es por eso que los bosques de En la isla, los bosques intervenidos que observa Rocío, fulguran de un modo especial. No solo porque no son los que recuerda la mujer adulta, sino porque retrotraen también a un tiempo anterior, a un tiempo antiguo de la escritura, el de la novela de Azócar, en que ya se gesta la expoliación. Pasado y presente, geografía e inconsciente, historia literaria y margen se traslapan en las imágenes aquí creadas.
En la isla es también la historia de una bruja. En todo bosque parece habitar una. Aquí se trata de la madre, Juana Chacón. Ella vive en una isla situada, prismáticamente, dentro de otra isla. Se manifiesta así un doble aislamiento, pero también se evoca la imagen de un país, la de la República de la Isla Imaginaria que es Chile. En ese país vive la familia emblemática de la bruja, familia de mujeres solas. Juana es también un personaje residual, una reelaboración de una imagen antigua, ideada por Rubén Azócar hace más de 70 años y que aquí aparece convertida en ruina. Como el lugar que ocupa, ella también se encuentra aislada: su enajenación del lenguaje, su sordera, su pérdida de la memoria, su lento confinamiento al mundo animal, su “espeluznante joroba” (126) hacen de Juana el despojo que la hija abogada observa con algo de asco y desesperación. Juana es una mestiza que fue liviana y astuta en su juventud, y que en su decrépita sobrevivencia se ha vuelto amarga y violenta; aun así a ratos espejea en ella la otra, la muchacha que domina saberes ocultos, vinculados con la naturaleza y el mundo legendario de la isla, además de conocer otras verdades, como la del despojo económico, la del dominio del hombre, la del dominio del extranjero. Su sabiduría, sin embargo, se ha ido convirtiendo en una anomalía, en una rareza, porque el mundo al que pertenece esa sabiduría se encuentra en ruinas a causa del turismo, la caza y el espectáculo avasallador, que aceleran el tiempo y repelen los resabios de un mundo antiguo y mágico. La propia Juana es, como les decía, un cuerpo arruinado: su joroba la inclina hacia la tierra, la pone en un mismo nivel con los animales: las gallinas, el perro al que ella llama Cholo pero que no es tal, porque el Cholo ha muerto. Como la mujer gallina que en los noventa fue captada por la televisión y en quien veo sobre todo un signo de la transición, con su habla ajena y enmudecida, violentada y arrebatada por otro lenguaje más poderoso, el de la homogenización y el consenso, Juana Chacón farfulla su propio lenguaje perdido, su disidencia, un lenguaje que sol o la hija que vive con ella y que ha optado por quedarse en la Isla, puede comprender. Un lenguaje hermético, reprimido. también, a veces, un lenguaje corporal, abyecto: “Rocío cree que ha apagado la tele con suma precisión, pero la vieja detecta la desconexión como si le hubieran arrancado una válvula de oxígeno, y se pone de pie, alerta, para arrancar. Rocío dice con calma: ‘Mamá, ¿mamá? ¿Mami?’, y frente a esto la vieja rebuzna, un bufido que es como un eructo. ‘¡Mami!’. De seguro hay una trampa detrás de esa palabra estúpida. Silvia está observando la situación con la boca abierta y Rocío le dice, ‘quédate ahí no más’. Y mientras le dice eso a su hermana la madre agarra un cuchillo del lavaplatos; es un movimiento casi mágico en el que Rocío tiene una visión horrible y completa de la joroba de su madre” (32).
Decía antes que En la Isla hay un bosque y una bruja. Y están también las bestias que, sacrificadas o vivas, resultan espectrales. Chillan bajo la lluvia, o bien se presentan con ojos acristalados y sin párpados, o bajo la forma extraña de una madre, ya que la familia de las Becker –ése es el apellido del padre, un extranjero muerto en misteriosas circunstancias- padece de continuas metamorfosis, oscila entre lo animal y lo humano. Como mestizas que son, se encuentran también en la frontera que es en sí misma la isla, donde confluyen extranjeros y huilliches, especies foráneas y especies autóctonas, devorándose unas a otras. “Hay un lobo en mi entraña / que pugna por nacer/ Mi corazón de oveja / lerda criatura / se desangra por él”, dice el epígrafe de la novela, escrito por Manuel Silva Acevedo. La presencia de estas bestias, como la de esa sombra que es Juana, es amenazante. Los perros circundan esta historia de aislamiento amenazando con devorar a los animales de caza del coto que dirige Edgardo Sturgis, extranjero afincado desde joven en la isla, que ha terminado por adueñarse de todo. Abundan también los ciervos embalsamados, las cornamentas, los trofeos de caza. Una de las hermanas, Silvia, juega de niña con un conejo al que le falta uno de esos ojos acristalados por el proceso de embalsamamiento. Incluso Rocío, ante el perro medio salvaje de Sturgis, “parece embalsamada en su asiento” (74), como un trofeo más. No es extraño, ya que la historia que relata Nicolás es una historia sacrificial.
Para llegar a la Isla hay que cruzar aguas que no son de mar, aguas estancadas, que conducen al centro esquivo de esta historia, un punto insondable en que se insinúan la criminalidad y la traición, la violencia que Nicolás Poblete ha venido delineando también en trabajos anteriores, como Dos cuerpos, Hazme caso o Cardumen. Como en aquellos textos, aquí también indaga en la abyección: siguiendo a Kristeva, en aquello que no pertenece a un lenguaje particular, aquello intolerable, impensable, horrible. Elabora para ello un lenguaje elíptico, en que una voz incardina el silencio tenso de estas tres mujeres confrontadas por sus secretos. Los pantallazos de un televisor fuera de lugar reflejan, como desde otra orilla muy lejana, un mundo violento y sin sentido que sin embargo fascina a la madre y a Silvia. Rocío, sin embargo, no es menos oscura ni menos violenta: aunque se piensa a sí misma como la sobreviviente de un naufragio, es tanto o más abyecta que su madre o que su hermana, que viven en la mugre y la desidia. Su pelo teñido, su negación de sí misma en el afán de encontrar un espacio social, su negación de la madre, son otras formas de la monstruosidad. Como Silvia y Juana, Rocío está atrapada entre esas aguas estancadas de lo inconsciente, entre esos pantallazos apocalípticos que desde otras islas pretenden hablar del centro.
Es así que la madre y las dos hijas están vinculadas más allá de los que ellas quisieran, sus cuerpos marcados, heridos, envejecidos, espejean entre sí, un arcaico hilo umbilical impide que se diferencien, se distancien, dejen de ser una sangre, una sangre violentada. En ese sentido quiero destacar la acertada inclusión del trabajo de Voluspa Jarpa como marco del libro: la torsión imposible, bestial de un cuerpo y su reflejo, su enredo de piernas y brazos, su flotación abismada, su unidad, su aislamiento, su oscura trama identitaria.
Es sutil el habla a la que ha dado vida Nicolás Poblete en este libro escrito en dos lenguas, el español y el inglés. Sin duda, un nuevo deslizamiento, una nueva frontera trazada en este microcosmos que es su novela, donde la isla dentro de la isla encarna la forma del secreto, de lo no dicho, de la latencia, de lo arcano. Como las imágenes del bosque, la bruja y las bestias, esta geografía misteriosa nos obliga a confrontar la tenue línea entre el pasado y el presente, entre aquel libro de un autor olvidado (como toda una generación, la del 20), que revelaba la expoliación de los bosques chilotes y este libro, en que la presencia ajena de Rocío habla del triunfo relativo del individualismo y el exitismo, trazando así no solo una geografía, sino una brutal y sugerente genealogía.
En la isla, Nicolás Poblete. Ceibo Editores, 2013.
* Lorena Amaro es profesora del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
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