Uno. Toltén es un pueblo que parece
siempre estar en torno al silencio. Si está lloviendo o sus pocas calles
están húmedas se completa el efecto, incluso cuando es día hábil y en
torno a su plaza triangular se abren los comercios: Los almacenes donde
venden desde ollas hasta queso de campo, la ropa americana con sus
maquinitas chumbequeras, las botillerías y un hotel restaurant donde se
juntan los hombres a tomar cerveza y ver los partidos del CDF. Frente a
la plaza está también la iglesia del lugar que todos los domingos en la
mañana, irradia la misa a través de algunos megáfonos colgados de los
postes. En la calle principal de Toltén se estacionan camionetas y
carretas tiradas por bueyes. Huele a leña, a queso y a grasa. Los
hombres, en general vestidos de jeans, chaquetas de cuerina y jockey se
paran en algunas esquinas y se saludan de vereda a vereda.
Toltén no es el mismo del pasado. Es decir, antes hubo otro Toltén.
El Toltén del que se habla es el Nuevo. Del viejo solo quedan ruinas y
una que otra casa de gente que nunca quiso marcharse. El viejo Toltén
está a la orilla del río del mismo nombre, uno de los grandes cursos de
agua de La Araucanía. Una tarde de mayo de 1960, minutos tras el
terremoto, el río se devoró la tierra en oleadas sucesivas, llevando
árboles, animales, carretas, botes y muy probablemente cuerpos de
pescadores así como de sus mujeres e hijos de la caleta La Barra, que
está ubicada en la desembocadura del Toltén. A diferencia del pueblo, la
caleta sigue allí. Pequeña y orgullosa. Dicen que el mar entró hasta
cuando cayó la noche. El mar se va a armar, gritaban los viejos mientras
corrían. Ese fue el cataclismo que hizo sucumbir la Vieja Toltén.
Cuentan, cuentan, cuentan.
Dos. Salimos del pueblo por la carretera que conecta
este último bucle de la La Araucanía con la región de Los Ríos.
Mientras avanzamos hacia el sur, los nombres de los lugares indican que
estamos en territorio mapuche-lafkenche. Boroa, Cayulfe, Puchilco,
Pirén…. En estos lugares del sur chileno los nombres son poderosos, y
expresan más de lo que significan. Cada sitio es una locación donde
pareciera que los hechos están anudados por una causa. Este Boroa, por
ejemplo, es para los mapuche Forrowe, según cuenta el werkén (mensajero)
Alfredo Caniullán y se traduce como Lugar de Huesos. Hace poco
más de un siglo, cuando las tropas chilenas penetraron a la zona, en lo
que escolarmente se denomina la Pacificación de la Araucanía aunque más
bien fue la conquista a sangre y fuego de las tierras mapuche,
cometieron una masacre contra las comunidades del sector, dejando los
cuerpos muertos pudrirse y secarse a la intemperie. Este hecho fue
olvidado por la vergüenza que causaba al ejército chileno, remata
Caniullán. Muchos símbolos residen como secretos en este lafkenmapu del
río Toltén.
Tres. Volvemos al camino… Tierra de suaves lomajes y
pequeñas planicies, cortado aquí y allá por el río Queule. Cayulfe, por
ejemplo, significa 9 hilos, en alusión a este paisaje
desmembrado, donde en cada pedazo de tierra se divisan las hijuelas y
las pequeñas casas de madera de los campesinos mapuche, con sus animales
y siembras de papas en medio del silencio.
Acá está Puerto Boldo, cuya denominación contrasta con la imagen de
una minúscula cantidad de viviendas a la orilla de un riachuelo. Este
cronista pregunta dónde están las instalaciones portuarias. Le dicen que
el puerto dejó de funcionar cuando construyeron el camino que conectaba
la cercana caleta Queule con Toltén y, por ende, con Freire, Pitrufquén
y Temuco. Cuando no había camino, cuentan, todo se trasladaba a través
de estos ríos o del mismo Toltén. Desde Queule se llevaba sierra,
corvina y congrio a los pueblos grandes valle adentro. Los comerciantes
esperaban a los pescadores en Puerto Boldo, allí trocaban el pescado por
verduras, frutas y utensilios.
Cuatro. Poco antes de llegar Queule, se interrumpe
la calzada. La pista tiene un paréntesis de un centenar de metros. El
vehículo salta sobre el ripio. De súbito es como si hubiéramos entrado a
uno de los innumerables caminos rurales que se allegan a la autopista
pero no… Se trata de una mujer mapuche, vecina a la carretera, que al
construirse esta, hace algunos años, se negó a que en ese punto, donde
su predio era cortado por la cinta oscura de la conectividad, esta fuera
de asfalto. El estado expropió el pedazo de tierra pero debió negociar
ese detalle con la propietaria. Me dicen que el apellido de esa mujer es
Weichan, lo que en mapudungun significa Luchador. Símbolos.
Cinco. Una de las reflexiones que me deja la lectura
de “Weichan”, el libro que registra las conversaciones entre Héctor
Llaitul y Jorge Arrate es que la lucha mapuche, aquella que va más allá
de la recuperación de las tierras usurpadas, y que busca la
autodeterminación y el control sobre un territorio, es que precisamente
pone en cuestión la noción de estado-nación llamado Chile,
pretendidamente homogéneo y, por ende, racista, al negar en los hechos
la existencia de los pueblos originarios dentro de sus fronteras. Esa
negación no sólo es la falta de reconocimiento constitucional por parte
de los gobiernos de turno desde 1990 a la fecha. Es una historia de
despojo y dominación que se actualiza constantemente… Es en la
criminalización y represión de las movilizaciones por tierras; son los
emprendimientos energéticos, forestales, industriales y mineros en
tierras indígenas, donde el estado se pone de lado de la empresa privada
sin ningún disimulo; o la reciente Ley de Pesca, donde los pueblos
originarios no fueron consultados, pese a que el estado chileno (sólo)
en 2008 había firmado el Convenio 169 de la OIT sobre derechos de las
poblaciones indígenas. De no transformarse esta matriz de abuso,
predeciblemente lo anterior se reiterará con el proyecto de ley de
carretera eléctrica o el de borde costero. Una y otra vez. O hasta
ahora.
Seis. Hagamos un ejercicio de imaginación.
Supongamos que desde la ribera sur del Bio Bío hasta Chiloé, existe, en
algún momento de un futuro cercano, un Territorio Autónomo Mapuche, un
Wallmapu, por lo menos a este lado de la cordillera. Imaginemos… Una
entidad territorial asociada a la república de Chile con un gobierno
autónomo, del modo que los mapuche lo decidan, con soberanía para
decidir sobre sus espacios naturales y el uso que les darán; con un
sistema de administración de justicia propio; así como un sistema
educativo. ¿Será posible? Al final de su libro “Historia de un
conflicto. El estado y el pueblo mapuche en el siglo XX”, José Bengoa se
refiere al caso de Groenlandia, el gigantesco territorio autónomo, de
los Inuit, vinculado a Dinamarca. “No hay en la historia humana ningún
pueblo que tenga conciencia de ser pueblo y que renuncie a su capacidad
de autogobernarse, de decidir cuáles son sus prioridades, de determinar
sus propias necesidades y emplear sus propios medios para hacerlo”,
señala Bengoa.
Tal como esa mujer Weichan que interrumpió la carretera que pasaba
por su tierra; o la lucha de Llaitul, de los Pichún, en Temulemu; del
parlamento Koz Koz, en Neltume, o de Boris Hualme en la zona lafkenche,
la lucha del pueblo mapuche es una pregunta que incomoda a Chile, y a
los mestizos que seguramente llevamos sangre mapuche, y que formamos
parte de esta sociedad. Cómo desarmar esa noción de estado-nación
construido por la oligarquía chilena, en el siglo XIX, haciendo una mala
copia de lo que veía en Europa. Cómo reconocernos más complejos de lo
que creemos. Y que si es más complejo habrá que escuchar, observar y
reflexionar mucho más, para desmontar nuestras propias trampas. Cómo
refundar una sociedad a la que se le cae el decorado con el que se pensó
que se podía mantener por siglos. Qué debe transformarse en Chile para
que el pueblo-nación mapuche alcance esa autonomía. Qué deben hacer los
chilenos y chilenas para lograr transformaciones de esa envergadura para
su propio territorio.
Tarde o temprano, la sociedad chilena deberá hacerse cargo de lo que significa en su complejidad la demanda mapuche.
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