Régis
Jauffret desembarca aquí hoy por partida doble. Con la traducción del francés
al castellano llevada a cabo por Carlos González y María Inés Taulis, para la
publicación de Historia de Amor de Ceibo Ediciones para América Latina, y con
la primera función de la obra de Teatrocinema, adaptación del mismo texto,
dirigida por Zagal. Consultado por un medio de prensa hace dos días, acerca de
este desembarco el autor marsellés señaló que “no sabía nada acerca de esta
impaciencia… hasta la fecha ninguno de mis textos había aparecido en lengua
española. Estoy a la vez sorprendido y encantado”.
Con o sin
impaciencia, lo cierto es que debemos alegrarnos, tanto la compañía como la
editorial, por traer ante el público latinoamericano esta quinta novela del
francés que ha recibido enorme atención en su país, galardonado con el
prestigioso premio Diciembre.
A
Jauffret le han cargado sus compatriotas con el descriptivo del “Bacon de los
cerebros en ruinas”, pero él mismo reconoce su influencia en la obra de
Virginia Woolf y la de Marcel Proust.
Sus
novelas, e Historia de Amor no es la excepción, transitan en universos oscuros
y tragicómicos; su escritura consiste en penetrar en la mente de sus personajes
y en los trasfondos del alma humana, en los recovecos donde se esconden las
pulsiones más aberrantes.
A veces,
para apreciar en toda su dimensión un hecho, una opinión, un sentimiento,
debemos situarnos en la vereda de enfrente, apartarnos hasta su antítesis. Y
observar.
Desde la
atalaya de palabras de Natalia Ginzburg, escritora italiana y voz irrenunciable
en la narración de los horrores de la guerra, nos asomamos por la ventana que
es su libro Las Pequeñas Virtudes. En su crónica titulada El Hijo del Hombre,
Ginzburg dice: “… hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no
nos curaremos nunca. Aquellos de nosotros que hayan sido perseguidos, nunca
volverán a tener paz. Un timbrazo nocturno no puede significar otra cosa que la
palabra ‘policía’. Es inútil, jamás volveremos a ser gente serena. Mirad lo que
han hecho con nuestras casas. Mirad lo que han hecho con nosotros. Hemos
conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto.
Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y
violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en
sus términos más desolados. Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos
mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha
traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Los que son
mayores que nosotros siguen muy enamorados de la mentira, de los velos y de las
máscaras con que se cubre la realidad. No hay paz para el hijo del hombre.
Ahora somos gente sin lágrimas”.
Si de algún modo Ginzburg fue una inclaudicable perseguidora de las virtudes del hijo del hombre, Jauffret lo es de las sombras de éste. De sus defectos.
Si de algún modo Ginzburg fue una inclaudicable perseguidora de las virtudes del hijo del hombre, Jauffret lo es de las sombras de éste. De sus defectos.
Virtudes y defectos.
Puestos en este transe, todo lo que yace en medio de ambos puede no ser tan gravitante.
A final de cuentas, cuando nos recuerden en el futuro, si acaso alguien lo
hace, no será por nuestras zonas intermedias, sino por nuestros límites. Claro
está que hoy la insistencia de las costumbres nos incitan a bascular en un
rango de baja angularidad, es decir, pendular únicamente entre las zonas de
cosas medianamente buenas y cosas medianamente malas, o mediocres. Es decir, no
dejar huella, no impactar. Es posible que ese tipo de personalidades o de
ciudadanos sea fundamental para mantener un cierto equilibrio, una especie de
masa buffer que engrose el promedio para evitar la esquizofrenia humana.
Pero hay otros que
se transforman en personajes, queriéndolo o no, y marcan su pisada de modo más
profundo, generan mayores niveles de impacto en otras vidas, tuercen los
destinos de terceros, proponen, construyen, afectan, moldean, deforman a otros.
Estos suelen ser, contrariamente al estereotipo de los vociferantes, apasionadamente
meditabundos y creativamente certeros; toscos en los intermedios y agudos en
los vértices; dúctiles en apariencia y fuera de todo cauce en su desembocadura;
mansamente asequibles e impenetrables en sus soledades; sostienen una
lucha sin cuartel entre el instinto y la razón, pero son más fieles a lo
primero que a lo segundo, aunque las apariencias engañen.
En un vértice, las
virtudes: las del bien común, altruistas, señeras. En el otro, los defectos:
cuando son esquivos o retrucados o persiguen fines no transparentados. Pero
tanto la virtud como el defecto, en este bascular, componen no un semicírculo
(no se trata de Dr. Jekyll y Mister Hyde), no facetas antagónicas, sino que se
constituyen en un continuo esférico, el círculo virtuoso-defectuoso. Negar a
una o al otro es impedir que una fuerza virtuosa o defectuosa previa genere el
empuje para oscilar el péndulo más allá de los ángulos del promedio.
En Historia de Amor encontramos un relato intenso en el que el amor pierde su carga onírica y rosa para adoptar la más perversa de las máscaras; un encuentro furtivo y fortuito en que el cotidiano se pierde para siempre en los torbellinos de las más bajas pasiones; el deseo físico irrefrenable, la obsesión posesiva, el acto de dominación sin miramientos; la doble faz de un ciudadano anónimo y respetable que, al igual que cualquiera de nosotros, tiene el potencial de extraviarse en la búsqueda desquiciada de la sumisión. El triunfo de las pulsiones por sobre el razonamiento objetivo donde el silencio y la impunidad reinan en la tierra de los habitantes anónimos de las calles, ya sean las de París, Santiago o cualquier otra de nuestro planeta. En fin, una historia laberíntica que nos refiere al mundo actual y al pretérito; una tragedia urbana en la que dos seres son arrastrados por un destino inevitable y obsesivo que los hace, a pesar de todo, vivir su única y posible historia de amor.
En Historia de Amor encontramos un relato intenso en el que el amor pierde su carga onírica y rosa para adoptar la más perversa de las máscaras; un encuentro furtivo y fortuito en que el cotidiano se pierde para siempre en los torbellinos de las más bajas pasiones; el deseo físico irrefrenable, la obsesión posesiva, el acto de dominación sin miramientos; la doble faz de un ciudadano anónimo y respetable que, al igual que cualquiera de nosotros, tiene el potencial de extraviarse en la búsqueda desquiciada de la sumisión. El triunfo de las pulsiones por sobre el razonamiento objetivo donde el silencio y la impunidad reinan en la tierra de los habitantes anónimos de las calles, ya sean las de París, Santiago o cualquier otra de nuestro planeta. En fin, una historia laberíntica que nos refiere al mundo actual y al pretérito; una tragedia urbana en la que dos seres son arrastrados por un destino inevitable y obsesivo que los hace, a pesar de todo, vivir su única y posible historia de amor.
Dauno Tótoro, Ceibo Ediciones
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