Domingo, 21 De Julio De 2013 | |
UN LUGAR DE POSESIÓN
Alguien acostumbra atravesar los árboles rumbo a lo suyo hasta que lo detiene otra persona con un papel donde está escrito y firmado que ese sendero le está prohibido; ese alguien le pregunta a la persona si conoce el bosque por donde ha escrito y firmado que no puede pasar, y la persona le responde que eso no importa: su texto dice que le pertenece, y la firma –la escritura manuscrita, la huella de una mano– de una tercera instancia aun más ajena a ese bosque lo confirma. Ese alguien desprovisto de su sendero va a insultar a la persona, la va a empujar, le pegaría, no lo hace porque mañana vendrán invocando más papeles escritos para encerrarlo por una violencia que ha quedado anotada en una querella. A raíz de la ley, la escritura; a raíz de la escritura, la violencia. A raíz de mi imposibilidad ahora mismo de levantarme, de dejar de escribir, de caminar, de entrar a un bosque de tanto frío que hace, de tanto calor –o porque estoy solo o rodeado de tanta gente, o es demasiada la que no me habla–, a raíz de que no escucho otra cosa que una palabra humana, chilena, nacional, republicana, moderna, consciente, literaria, individual, y a raíz de esa imposibilidad de no estar acá en vez de escribir, y de la necesidad urgente de decir dónde y cuándo estoy, a raíz de que hay un abismo en la contingencia y de que me resisto a no anotar que existe ese abismo a la vez que no quiero perder inmediatez, consciencia de un hecho político ni tampoco ambición de multiplicidad (así me llamo, acá estoy, tengo y no tengo, digo esto y al tiro dejo fuera eso otro); a raíz de esa carencia en mi formación doblo la voz de Jorge Arrate con la mía cuando explica por qué en nuestro castellano de capital santiaguina, rozando la crónica pero sin ejercer el poder de la autoría singular, empezó a hacer este libro Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política desde una perspectiva «muy básica: la de un ciudadano chileno que entiende que no es especialista en el tema y que entiende que nunca le fue apropiadamente expuesta la problemática que enfrenta Chile en relación a sus habitantes originarios, particularmente los mapuches». Apropiadamente la perspectiva de nuestra básica ignorancia sobre siquiera el hecho de que una persona mapuche no es, no fue, ni será una persona chilena, y que desde hace ciento y tantos años el Estado de Chile ocupa a la fuerza, sin explicación, territorios que por tratados anteriores a su mera existencia como república pertenecen legal, cultural y tradicionalmente al pueblo mapuche, se arraiga en la forma de un objeto tan occidental, latinoamericano y chileno como es el libro –nuestro fetiche escrito y encuadernado–, y justamente por eso este volumen se aparta de la convención argumentativa, formal y de diagramación que se esperaría de un ensayo dialógico escrito por un político chileno de izquierda y un activo independentista mapuche –un weichafe, quiero decir, pero la raíz We en mi traducción castellanochilena como guerrero o soldado falla porque connota un oficio puramente bélico, autoritario a la vez que instrumental al poder gobernante y carente de individualidad. Arrate consigna que tomó notas manuscritas en cada una de esas sesiones en que visitó a Llaitul en la cárcel, para que así no tuviera que someter grabaciones a los registros de la policía carcelaria –la ley que otorga a gendarmería de Chile su violenta custodia de quien está preso se desarraiga sugerentemente de la escritura para volverse tecnológica, electrónica, maquinal su rutina y nuevamente fetichista su registro, pero inmediatamente vuelve a la imprenta el análisis legal que acaso se obtendría de esas tecnologías–; a sus notas Arrate sumó relatos manuscritos del propio Llaitul, luego las reflexiones que esos relatos suscitaron en su mismo proceso cronístico y de nuevo comentarios del weichafe, finalmente algunas contextualizaciones postreras de Arrate más fragmentos intercalados de textos y oralidades de una veintena de voces complementarias al curso de la argumentación. El weichán sería, tal como se presenta en una hojeada rápida a la forma de este libro, y cuando no se lee en profundidad todavía su concepto, una figura colectiva para que su número gramatical pueda difuminarlo y no permitir que venga el lector casual, el lector correcto que pasa a consultar la noticia mapuche –una rama apenas– y no su discurso complejo –el bosque– para capturar una definición instrumental, sobre todo cuando esos sonidos suyos parecieran nada más transcritos en una lengua que ha intentado hablar por él y negar su especificidad, su certeza, la fuerza de que parezca extranjero en su propio territorio que no es suyo aun cuando siempre lo ha sido, si cabe que el posesivo excluya la noción de pertenencia porque cómo puedo decir en una frase comprensible –incluso si legalizada y naturalizada parece una firma, una afirmación– que alguien es dueño de un bosque. «No estamos, sin embargo, a orillas de un río ni de un lago», precisa el cronista. «Estamos en la cárcel de Angol». El castellanochileno se me vuelve exclusivamente sonido, ruido, extrañeza, ajenidad pura porque me aleja un problema y me lo trae de vuelta en forma de algo comprensible; me quiero quejar de este símil que emerge de la espesura en forma de pregunta: cómo hacer literatura a partir de un libro urgente, de qué manera hacer un libro a partir de un apremio, cuáles formas elegir para escribir en este idioma cruzado en uno por la contingencia que motiva y hace necesario este libro sin perderla al mismo tiempo que agrego la mía a ese bosque de voces donde se esconde el grito de weichán –acción física colectiva, fuerte y precisa con un objetivo, inminente para que el habla de todos esos territorios a los cuales un cartel reflectante les pone el nombre de Chile tiemble, y reconozcamos que ese toponímico no nos significa nada, que sí aceptamos una palabra porque estaba ahí previamente –Chile–, pero no concedemos nada a los cuerpos con sus comunidades que habitaban según prácticas igualmente definidas y sistematizadas con anterioridad a nosotros–; por eso pronunciamos con indiferencia, con frialdad, con dejadez, dependiendo de cuánto miedo tengamos, de cuán solos nos hallemos y de cuán tupido sea el bosque que queremos arrancar. El impulso de leer al otro en que confía el cronista de Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política, y que presumiblemente nos lee de vuelta con hostilidad, esconde no solo la urgencia de evitar que todo libro chileno que ocupa la voz mapuche digregada se vuelva un palimpsesto, texto ya hilado en su etimológico sentido de entretejimiento de discursos sobre una alba página fabricada de pulpa de árboles –¿cómo podrían leerse de manera ordenada las líneas en que el weichafe Llaitul acusa directamente a las corporaciones madereras que producen este mismo papel de destruir todo intento de las personas que viven en ese bosque de organizar su discurso ante ellos?–; también es contingente perder entre esos árboles la frustración que entraña un descubrimiento literario –cultural– tras otro: una serie de hechos que hemos escuchado tantas veces pero nada más en la forma fragmentaria del eufemismo que subraya Dauno Tótoro en el prólogo a este libro, ahora dichos de frente, con la extensión y la complejidad necesaria, adquieren la forma minuciosa de una revisión histórica más allá de los sujetos, y conforma así una masa donde se distingue sin nitidez morbosa ni confusión elusiva la trama de abuso, despojo, criminalización y masacre que el proyecto de Estado Nacional chileno –en las últimas décadas de institucionalidad pinochetista, en sociedad con las corporaciones y conglomerados empresariales multinacionales– ha cometido con alevosía contra las comunidades específicas que conforman en conjunto el pueblo no occidental mapuche al lado Este de la cordillera de Los Andes. Esa falta de ambigüedad, la arbitrariedad con que han sido encarcelados por la justicia chilena los weichafes de los últimos veinte años, la directa acusación a nombres, apellidos, cargos, instituciones e instancias de la sociedad que se supone uno integra por acción u omisión por el solo hecho de tener cédula de identidad chilena no puede salir del primer plano de mi lectura, y el efecto de indignación, de empatía, de vergüenza del lector chileno es tan frontal que ahí todos los discursos se vuelven superficiales, pura superficie, escenario, arena, cancha, campo de batalla; entonces cobra sentido que esta crónica de múltiples voces sea también un relato largo sobre una cultura que es física, una disciplina que no es escrita ni abstracta ni morosa ni burocrática, sino corporal, extranjera a la palabra que nos ha construido un proceso de consciencia individual, introspectivo, latinoamericano, occidental, letrado: no se trata nomás de la traducción inevitablemente reduccionista de, por ejemplo, el kollella-waiñ como «el arte de mantener la cintura como una hormiga«, «un tipo de arte marcial [...] que recoge posturas y movimientos defensivos y ofensivos propios de ciertos animales», sino una puesta en práctica de que la brecha que separa a una masa de gente ocupadora de otra masa de gente ocupada no es conceptual –los bosques no son ya la frontera entre Estado chileno y la institucionalidad colectiva mapuche, como en los viejos pactos entre ésta y los invasores españoles–, no es teórica, ni siquiera está hecha de un elemento apenas sutil como el habla o la escritura; por el contrario, está hecha de golpes, de hambre, de llanto, de ninguneo, de invalidez, de ese dolor físico que mal dicho se llama desarraigo: el término sincréticamente gringo the radical other resuena con lejanía necesaria porque el épico weichafe mapuche y el inerte descreído, desocupado lector chileno nos oponemos de raíz, por esa raíz que a la vez nos ata sin solución a un bosque, o por lo menos hasta que alguno de nosotros consiga la soberanía epistemológica.
Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política. Héctor Llaitul y Jorge Arrate. Ceibo Ediciones. Santiago, 2012.
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Porque las palabras nos importan y estamos conscientes de su valor, y porque conocemos el proceso que implica producirlas, nos hacemos parte de ese proceso publicando libros que cuentan con el nivel y la contundencia necesarios para ver la luz y salir a recorrer el mundo. Cada libro tiene sus lectores, y es inadmisible que no corran a su encuentro y se queden rezagados por falta de gestión. Por eso, ponemos todo nuestro esfuerzo en abrirles los mejores espacios de circulación.
martes, 23 de julio de 2013
WEICHAN, de Jorge Arrate y Héctor Llaitul / Escrito por Carlos Labbé
miércoles, 17 de julio de 2013
Nicolás Binder en Ojo en tinta
Nicolás Binder: “Siento que esta historia habla de lo peor de este país”
El primer detenido desaparecido en democracia tenía 16 años cuando fue visto por última vez en la población Vicuña Mackenna de Puerto Montt, hace casi ocho años. ¿Por qué se lo llevaron? ¿Dónde está? ¿Qué (no) se ha hecho por encontrarlo? Ésas son algunas de las preguntas que abren esta viajera entrega de Ojo en Tinta en la que conversamos con el periodista Nicolás Binder, autor de La vida breve de José Huenante (Ceibo, 2013).
No militaba en ningún partido político contrario al régimen imperante. No murió en un enfrentamiento defendiendo sus ideales ni hay placa alguna, sala o monumento que lo recuerde. José Huenante, a sus 16 años, era un joven tranquilo. A su corta edad había pasado dos años en un hogar de menores. Llegó hasta quinto básico cuando su vida tuvo un veloz giro hacia la adultez de la vida laboral. Huenante ganó sus pesos moldeando erizos y ordeñado vacas en el sur chileno que aparece siempre verde y lluvioso en los comerciales que pasan por televisión.
Nicolás Binder Igor nació en Valdivia, pero ha vivido toda su vida en Puerto Montt. Estudió en el Colegio San Francisco Javier y luego, en 2007, viajó Santiago a estudiar periodismo en la Universidad de Chile. Binder con Huenante tienen dos cosas en común: vivieron en la misma ciudad y nacieron el mismo año, con sólo días de diferencia.
En este capítulo de Ojo en Tinta Nicolás Rojas Inostroza conversó con el autor de La vida breve de José Huenante sobre el caso del primer detenido desaparecido en democracia. Pero el coloquio se desborda desde los primeros minutos para llevarnos a un viaje por el lado más desconocido del sur chileno, esa zona en la que reinan los abusos policiales y la inoperancia del Poder Judicial, configurando así a Puerto Montt como “una ciudad en la que no hay memoria ni justicia”.
¿Por qué Huenante se convirtió en el primer detenido desaparecido en democracia? ¿Por qué el caso sucedió en esa ciudad y no en la capital? ¿Si esto hubiese ocurrido en Santiago estaríamos escuchando la misma historia?
“En este país desaparece alguien con plata y todos sabemos que esa persona está desaparecida (…) En este país si no tienes plata, no eres nada. Es así de simple. Era esperable que a nadie le importara (la desaparición de José Huenante), pero aun así eso no deja de ser terrible. Yo siento que esta historia habla de lo peor de este país”, dice el ex productor radial.
En este viaje de poco más de una hora también recordamos la Matanza de Pampa Irigoin (1969), en la que murieron 10 pobladores en una batalla campal con carabineros. Nunca hubo justicia. Al igual que en los casos de decenas de ejecutados y cientos de torturados durante la dictadura. Hoy, a cuarenta años del Golpe Militar, emprendemos una visita a Puerto Montt en compañía de Los Iracundos y Víctor Jara, en base a una historia que jamás hubiésemos querido contar.
domingo, 7 de julio de 2013
Canto de las estrellas: escuchando la música de la historia por Loreto Soler / elclarin.cl
Hace
un tiempo apareció el libro “Canto de las estrellas. Un homenaje a
Víctor Jara” que fue escrito por Moisés Chaparro, José Seves y David
Spener y publicado por Ceibo Ediciones.
Escrita a modo de ensayo, Canto de las estrellas es la historia de la colaboración entre
José Seves y Moisés Chaparro en la creación de Canto de las Estrellas
para el acto cultural que se llevó a cabo el año 1991 denominado “Canto
Libre: Jornadas de Purificación del Estadio Chile” y que fue organizado
por Joan Jara con el objetivo de librar a ese recinto deportivo de la
carga negativa que le significó ser un lugar de muerte y dolor para los
chilenos.
El libro, además, se transforma en un homenaje al deseo de Víctor Jara de llegar a las raíces de la música popular y campesina.
Jara
perteneció a la Nueva Canción chilena que fue parte de un movimiento
internacional de renovación musical que introducía una poética de
conciencia hasta entonces, inédita como tema musical.
En
Estados Unidos, Bob Dylan, Joan Baez y Pete Seeger; en España Lluís
Llach y Joan Manuel Serrat; en Cuba con su llamada Nueva Trova
aparecieron Silvio Rodríguez y Pablo Milanés; en Brasil con el
iconoclasta discurso de la Tropicalia de Caetano Veloso y Gilberto Gil;
en Cuba con su llamada Nueva Trova de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés;
en Brasil con el iconoclasta discurso de la Tropicalia de Caetano Veloso
y Gilberto Gil y en Argentina, donde el Manifiesto desplegado por el
Nuevo Cancionero con representantes como Mercedes Sosa y Tito Francia
visualizaron mejor que nadie los vientos de cambios de esos tiempos.
Según Marisol García en su artículo La nueva canción: Un fruto de su época,
“recogiendo esa mezcla de fervor ideológico, raíz folclórica y reacción
ante el imperialismo cultural, comenzó a gestarse en Chile alrededor de
1967 un nuevo modo de composición e interpretación popular que un par
de años más tarde el discjockey y comunicador Ricardo García bautizaría
como Nueva Canción Chilena. Su intrínseco desprejuicio para fusionar
ritmos y estilos, su apertura a toda colaboración y el marcado carácter
reflexivo de sus textos; unen a sus principales exponentes con el
espíritu crítico e inquieto que animaría luego a toda fuerza musical
disidente, marcando posteriormente a una serie de protagonistas del
llamado Canto Nuevo y a no pocos integrantes de la generación rockera de
los 80 y 90. Hasta hoy se le considera uno de los movimientos
artísticos más significativos surgidos nunca en Chile”.
Fue el contexto socio cultural de los años sesenta y setenta (previos al golpe de Estado), lo que creo el camino para que la música popular chilena reconociera su compromiso social, presentándose como un legítimo vehículo valórico, ansioso por cambio social real, en el cual, la guitarra y la vos se convirtieron en verdaderos manifiestos subversivos.
Fue el contexto socio cultural de los años sesenta y setenta (previos al golpe de Estado), lo que creo el camino para que la música popular chilena reconociera su compromiso social, presentándose como un legítimo vehículo valórico, ansioso por cambio social real, en el cual, la guitarra y la vos se convirtieron en verdaderos manifiestos subversivos.
Algunos
de los artistas que formaron parte de este proceso fueron Víctor Jara,
Patricio Manns, Isabel Parra, Ángel Parra, Osvaldo Gitano
Rodríguez, Tito Fernández junto a los grupos Quilapayún, Inti Illimani,
Illapu y Cuncumén entre muchos. Estos músicos e investigadores, buscaron
la recuperación de la música folclórica tradicional chilena, con temas
de corte social fusionada con otros ritmos latinoamericanos dejando de
lado, aquella música que solo tocaban tonadas tradicionales y que
mostraba una idealización de la realidad campesina.
La
renovación que trajo esta nueva canción, no solo fue en la música.
También trajo aires de cambios en el trabajo escénico y en la gráfica.
Algunos autores consideran que su tiempo más interesante va desde la
muerte de Violeta Parra (su principal inspiradora en Chile) hasta el
tiempo previo al Golpe de Estado de 1973.
En
septiembre de ese año, muchos de sus miembros debió exiliarse; otras
sufrieron la tortura, cárcel y la muerte. El asesinato de Víctor Jara,
en septiembre de 1973 ocurrida mientras estaba preso en el Estadio
Chile, convirtió su nombre en un símbolo y, a su legado musical, en el
patrimonio internacionalmente más difundido del movimiento.
viernes, 5 de julio de 2013
Punto de fuga, de Neda Brkic
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Punto
de fuga o expulsar el cuerpo hacia un borde
Impulsar la palabra y la lengua es la
invitación que nos hace Neda Brkic, dramaturga y poeta en “Punto de Fuga”, su
primera novela. Una imaginación desbordada y muy prolija inaugura la narrativa de
este libro. Ahí está el mundo, abundante en imágenes, descripciones de paisajes y de personajes con sus formas,
colores, aromas.
Atravesaremos mundos en este viaje cuyo destino
final será la ex Yugoslavia. Pero, más que contarnos una historia, Neda Brkic irá construyendo una poética
de pliegues, invitándonos a explorar una memoria colectiva que, de algún modo, como mestizos
nos incluye. “Viajar por la memoria exige particularmente desinstalar el cuerpo”
dice, Julio Pincheira en el
Prólogo.
Un motivo inesperado expulsa a Dora, la protagonista, de su vida
cotidiana obligándola a suspender el presente, congelarlo, al recibir una
llamada telefónica de su hermano menor con la noticia de la muerte de su padre
a quién dejó de ver hace más de 30 años.
Punto de fuga nos enfrenta a una
historia que marcó la vida de muchos inmigrantes forzados a desplazarse, huir, en
medio de la guerra, desde Europa hacia nuestro continente americano, esta vez
no con un afán de conquista sino de sobrevivencia, desde el dolor, la precariedad
y la pobreza. Nos aproximamos a la gran guerra que marcó el siglo XX. Una guerra
que separa, aniquila, destruye, la sangre se disemina y hasta los vínculos más
cercanos se desvanecen.
El pasado y las distancias familiares se enfrentan a un tiempo actual,
de vértigo que no transa sus plazos implacables ni las urgencias corporativas.
Esta será una de las claves de la trama, la dificultad de la protagonista para
combinar los tiempos, recuperar el cuerpo de un indigente, su padre, muerto en
un hospital público, hacerse cargo de sus restos y estar de regreso en la
oficina para una reunión de Directorio el martes.
El angustioso presente neoliberal
amenaza la seguridad de Dora, su cargo de gerente, una vida con algunos
privilegios, que con años de esfuerzo, ha podido consolidar. Una mala jugada
del destino hará que el pasado retorne, obligándola a asumir esta
responsabilidad frente a los suyos.
Desde el inicio de esta historia, en menos de dos días, Jenkins, su jefe
empezará a presionar. “Buenos días, Jenkins. Llegué muy tarde al hotel anoche y
preferí llamarte hoy. He estado muy ocupada con los trámites de la muerte de mi
padre y...” Dora no alcanza a terminar la frase. “Sí, pero eso no justifica que
desatiendas lo que es tu exclusiva responsabilidad en la compañía, responde el
jefe, que no entenderá razones”.
La cremación es la salida, una solución
rápida, aséptica, eficiente. Muy pronto, ese cuerpo será polvo y se habrá ido
sin dejar huella. Piensa Dora. Luego de ese trámite, todo volverá a la
normalidad.
La
muerte del padre y qué hacer con su cuerpo, es una razón poderosa para que los
únicos sobrevivientes
de esta familia vuelvan a juntarse. Pero, un cuerpo es un cuerpo. Cito: “No es
un asunto expedito quemar a una persona, menos si es el padre, a quien no se le
ha visto en más de treinta años, y menos aún si una se enteró de su muerte,
hace dos días”.
En este libro, no exento de humor,
conoceremos el particular vínculo de amor y complicidad entre los hermanos. “Branko,
¿quieres que me las traiga de vuelta a New Orleans, quieres recibirlas tú o
prefieres que las pese en una balanza y nos repartimos cincuenta por ciento
cada uno?” pregunta, refiriéndose a las cenizas del muerto.
Se inicia la cadena de trámites. Dora
ingresa en un espacio desconocido, el departamento donde vivía su padre en
California. Allí, objetos, libros, cajas, pinturas y pinceles irán tomando
forma en su memoria. Mirko Vukovic, un artista con alma de poeta y amante de la
bohemia. A través de objetos mínimos, un viejo bolso que recibe de una vecina con
sus pertenencias más preciadas; un cuaderno empastado con tela y algunas cartas
y escritos, iremos conociendo pequeñas porciones de la vida Mirko, un
desconocido que irrumpió en la vida de Beata Jovanka, su madre, dejándola después
sin previo aviso con dos hijos. “El padre se fue, diciendo que iba a comprar
helados al minimarket de la Avenida
Buxton. Nunca más se supo de él. Si hubiese desaparecido días después del
cumpleaños, habría sido menos doloroso para todos… especialmente para Branko.
Una madre que enferma tiempo después, clausurada en una depresión que dificulta
aún más su comunicación con los demás”.
Tiempo después, Dora decide abandonar
a su familia, dejar atrás un pasado de desavenencias con su madre, y con ello a
su hermano menor. “Te
llamaré en cuanto llegue a Nueva Orleans. El niño de doce años la miró sin
decir nada. Bajó la cabeza y le preguntó:
–¿Quién cuidará a mamá? –Ella tendrá que hacerlo, Branko; ella puede, si
quiere. También puede ayudar la señora Higgins. Branko la miró sin comprender”.
En un recorrido no exento de
complicaciones y desconexiones entre hermanos, un encuentro casual con Manuel,
amigo de Dora, de sus tiempos de estudiante, nos permitirá descubrir nuevos pliegues.
“Mira
Manuel, yo armé mi vida; tomé decisiones –buenas, malas o tontas– sola, estudié
y trabajé para llegar hasta aquí… Mi hermano es distinto, es de otra
generación... Nos saludamos para Navidad, el Día de Acción de Gracias y los
cumpleaños. ¿Y aún así no sabes si tiene un celular? Todo
el mundo tiene uno… ¿Te ha servido para algo? / …Independencia...
libertad de decisión... / ¿Independencia o despreocupación?”.
Han pasado 25 años y Dora tiene una
vida satisfactoria de aciertos profesionales y sin premuras económicas, un
trabajo estable, una posición, un nombre. “¿Crees que eres indispensable? ¿Se
te fueron los humos a la cabeza porque tienes una oficina individual en el piso
21… Déjame decirte, querida, puedo sacarte de ahí antes de lo que te demores en
colgar el teléfono y ya quiero ver si podrás encontrar un puesto igual… ya no
tienes 35 años… ¿o debo refrescarte la memoria?”. Frente a las presiones de Jenkins, Dora,
decide renunciar.
Qué tan de peso pudiera ser un
acontecimiento como para hacernos cambiar el sentido y la orientación de
nuestra vida. Qué tan radical o violenta pudiera ser esa razón como para
sacarnos completamente de lo que, a lo largo de una vida, hemos podido construir?
Es posible otra oportunidad. Pero, nunca sabemos qué sucederá con la
protagonista y una vez más una muerte se cruza y todo lo que hubiéramos podido
imaginar se dispersa.
Dora
transita por un paisaje lejano, donde los encuentros fluyen y abundan los diálogos
con personajes cada vez más desconocidos. Por instantes podemos experimentar su
soledad, pero también su fortaleza y su despegue. “Sigo siendo una extranjera, cuya mayor riqueza es la
capacidad de observación”.
Neda
Brkic irá registrando las escenas, locaciones y paisajes con la precisión de
una cámara de cine o de fotografía, el desarraigo será la fuga y la vida un
estado permanente de alerta.
Esquivar
los paisajes emocionales, expulsar a Dora hacia el exterior sin que consigamos
aproximarnos a sus emociones más íntimas, pareciera ser el interés de la
autora. Fugar de regreso a los orígenes, al inicio de algo, una vida familiar,
una infancia o lo poco que le queda de ella. Atender a lo que separa y
detenerse por un instante, para transitar el horizonte de una tierra antigua
buscando, tal vez, un lugar donde incrustar el ancla.
Un
hombre sencillo de la tierra croata la acompañará en un pequeño bote mar
adentro. El Adriático. En ese cruce final de lenguas, palabras y vocales que
apenas significan, entre personas que habitan mundos completamente distintos,
todo pareciera cobrar un profundo sentido. “Todos morimos y nacemos de la
misma manera; algunos con frío, con miedo o estupor, mientras abrimos
los ojos y los cerramos tras la mordida de luz
sobre nuestro cuerpo aterido”.
Eugenia Prado,
julio 2013
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