Las primeras
páginas de Cartas de Adén no permiten
anticipar lo que ocurrirá una vez desencadenada la narración, y menos su
resolución. Nos encontramos con una atmósfera rural; el año que corre es 1927,
y el ambiente que nos envuelve parece totalmente despojado de la tecnología que
hoy nos sustenta como prótesis, y que en ciertas partes de la novela sí será
parte y compañía de diversos personajes y sus dilemas. Aunque la tecnología aún
no ha “contaminado” ese lugar rural que abre la novela, es curiosamente su
conflicto el que nos permite adentrarnos en el misterio que porta Cartas de Adén. Rápidamente nos
enteramos de que un importante registro ha quedado estancado en una aduana en
Valparaíso, cosa que para un lector contemporáneo resultaría en una frustración
insuperable…
Lo que vemos
en el comienzo de Cartas es un grupo
de inmigrantes acomodados, alrededor del cual se gesta el misterio en torno a
Luisa, un elusivo personaje que podría llamarse o no, la protagonista de la
narración, si aceptamos que un protagonista puede ser meramente una presencia
fantasmagórica, un recuerdo, unas cuantas cartas escritas, perdidas,
pesquisadas, decodificadas. Es la sugerencia que se proyecta acá: Parte del
misterio es este cuerpo en trance, en tránsito que, a modo de pistas, nos
revela en sus cartas: “la pequeña cama de este camarote no es suficiente para
la trayectoria que toma mi cuerpo… Fanny Logan pasó unas horas de esta tarde en
mi camarote”. El misterio que toma la forma de la antigua Luisa, nos conduce a
un espacio de cuestionamiento atemporal: el cuestionamiento de la identidad:
¿Soy mi nombre?: “…algunos párrafos escritos por Luisa… en la cabeza se le
había quedado una frase. ¿Por qué nunca dudamos al decir nuestro nombre?”.
Luisa, después de mucho tiempo viajando por distintos lugares en Asia, se embarca
rumbo al puerto de Adén, sin embargo nunca llega a esta ciudad árabe.
De este modo, el cuestionamiento se proyecta en un
doble sentido. Por una parte presenciamos a este universo colono, dominado por
cuerpos germánicos que vemos con cierto asombro a lo largo de nuestro país,
especialmente en el sur, con la consecuente carga que nos lleva a la disputa
respecto a un conflicto absolutamente actual (a la vez que antiguo) en torno a
las tierras. Y, asimismo, esto da pie también para una serie de reflexiones y
también críticas. Leemos: “No creo que sea la Liga Alemana la adecuada. Además,
yo no veo nada claro que la raza tenga algo que ver con la política” (15), le
lleva a comentar Alexandra a Anna (con doble n). Mientras tanto, los
representantes originarios se encuentran en una situación más subalterna y el
eco se ve en sus nombres: Guacolda, Juan Quincatripay.
El conflicto
entre indios y colonos es un subtema de la novela: Los reproches en torno a las
tierras que han sido mejor ‘explotadas’ por manos foráneas y que han sido
‘desaprovechadas’ por quienes estuvieron allí desde el día uno. La discusión en
torno a la legalidad y venta de terrenos nos trae a un momento trágicamente
actual y preocupante, pero que en manos de Lozoya jamás cae en una denuncia
panfletaria, sino que se revela con la sutileza de sus descripciones y también
con el uso de diálogos cortantes y verosímiles: “dime Emmanuel, ¿por qué no
apelan jurídicamente como ciudadanos chilenos? ¡Ésta ya no es la Araucanía
indómita, huevón!”. (68). También está la denuncia de la subasta de esclavos,
pues una de las estrategias de la narración consiste en su foco universalista
que no sólo se centra en el conflicto local. El viaje alrededor del mundo le
permite a la voz narrativa llamar la atención sobre inequidades, diversas
injusticias. Así, no sólo importa saber quiénes somos en el sentido de qué
nombres tenemos, sino qué somos en el sentido más primitivo del término: ¿somos
lo que vivimos? ¿Somos nuestra tierra? ¿A qué lugar pertenecemos?
Es lo que
quizá Luisa se ha propuesto explorar con su escapismo que llena las páginas de Cartas de un exotismo encantador. La
narración salta de un lugar a otro, de Ceilán a la gran urbe neoyorkina; desde
las casonas campestres del sur de Chile hasta Madrid; desde los ancestros
prusianos a las calles de la modernidad hispánica donde brillan las letras de
neón del Corte Inglés. Hasta la crisis económica en España y el conflicto de
las autonomías.
El trayecto
también requiere de la compañía de una serie de intertextualidades, pues la voz
narrativa no es ingenua en el momento de desplazarse de un lugar a otro, y su
saber consiste en el bagaje literario e histórico que porta. El recorrido
geográfico nos fuerza a seguirlo con guiños al
gran escritor indio, Tagore, a la argentina Victoria Ocampo, al poeta
alemán Novalis, a los británicos Coleridge, Dafoe, Dickens, al francés André
Gide, al Nobel Herman Hesse y sus cruciales referencias al lobo estepario. Como
dice Adam, en una conversación con Helen: “El destino del lobo estepario es una
anomalía (pues) los lobos naturalmente se mueven en manada. El solitario es un
ser enfermo, descarriado, destinado por naturaleza a sucumbir” (20). Cita que
nos lleva a reflexionar también en estas referencias literarias sufriendo el
paso del tiempo. Serán encontradas, décadas después, en librerías de viejos,
“como los paisajes australianos de los que hablan Chatwin y Oé”(51). No es sino
otra forma de reforzar la hipótesis de este viaje en el tiempo que acarrea
consigo el paso de generaciones que avanzan con el peso de una historia cargada
de incertidumbres, una serie de preguntas y, también, mucha violencia.
Es en estos
vaivenes, como los movimientos del barco en el que ha huido Luisa, donde
hallamos el germen del misterio y de la violencia que es siempre invasiva,
ineludible, omnipresente. Es, precisamente, la incapacidad de huir. Otro
personaje, Félix, reflexiona: “Yo siempre estoy en Valdivia”. Vale decir,
podemos viajar todo lo que queramos, pero el ‘hogar’ está en otro sitio. Y,
luego, “Mis alianzas están con las familias de Valdivia. Como me descuide, más
de uno de los oportunistas alemanes… caerá como rapiña sobre los terrenos de
Pelchuquin”. (42). A continuación nos enteramos de oscuros motivos económicos,
en un contexto histórico-político: “Chile podría negociar con Argentina para
poder navegar con los balleneros alemanes y realizar una temporada de caza
discreta” (47). Vemos que existe la “… idea de desarrollar una red comercial
entre las colonias alemanas en Chile, Argentina y Brasil” (48). Y, más espeluznante, la sugerencia: “Se
necesitan barcos que incursionen en la Antártica, para el Reich” (49).
En este
escenario hace su aparición Sofía, la irónica izquierdosa heroína, contactada
por el conservador don Enrique, quien ha recibido documentos como herencia,
para decodificar, cual detective, a través de la traducción, escuetos
documentos del pasado. Desde el inicio vemos el contraste entre estos dos
personajes, y sabemos que el intercambio no será nada de fácil. De hecho, Sofía
hace eco, inconscientemente, de este shock y se ve a sí misma fragmentada. Una
piedra impacta en la vitrina del Corte Inglés, y ella ve “múltiples Sofías con
la boca abierta y los ojos desorbitados, replicadas en la superficie del
cristal estrellado… Sofía se quedó inmóvil intuyendo que decenas de pequeñas
Sofías se irían desprendiendo” (56). Para nadie que haya leído literatura
detectivesca resulta asombroso descubrir que la exploración y el espionaje
revelan no solo las claves que un buen profesional encuentra, sino que
descubre, a su paso, una iluminación personal. Sofía: “preguntándose si sería
capaz de seguir haciendo lo que hacía”, “…parecía inevitable el naufragio…”, “…
no oyó ningún ¡crack! que anunciara el descarrilamiento de sus altas
pretensiones intelectuales”.
Pero estas
pretensiones están lejos de ser las únicas. Hay otras ambiciones que sugieren
pactos antiguos y hasta perversiones y tabú. Incluso la narración se permite
referencias a la más complicada de las crónicas literarias, al hacer un
recuento de la historia bíblica de Ruth y Noemí, una historia de solidaridad
femenina. ¿Es esto un dato para considerar al cuestionarnos sobre la curiosa y
enigmática relación entre Luisa y Fanny Logan? Como dice Daniel, una reflexión
que deja un eco en estos personajes dislocados social, temporal y
territorialmente. “El conflicto principal de la historia gira en torno a cómo
lograrán ella y Ruth su aspiración de regresar a Belén, y de ser aceptadas en
esta tierra” (75). ¿Regresar a Adén? No hay espacio acá para recrear esta
historia, pero valga el dato de que Ruth renuncia a su familia y es acogida en
una nueva patria.
Esta nueva
patria es también un lugar de pactos semi incestuosos, relaciones ambiguas
entre primos: la historia de la tierra, de quien la hereda; quién la usurpa,
explota, vende o ignora, es vieja. Y la estructura de la novela también hace
eco de esta idea, con sus tres secciones: “Verano”, con el escenario campestre,
una suerte de edén fértil, rico en frutos y también en mezclas culturales; un
sincretismo que parece confundirse con una identidad inasible. “Caminos”,
viajes hacia una infinidad de destinos que son asimismo los caminos psíquicos
donde los personajes se pierden temporal y geográficamente, y “Alfileres” que
indican los lugares del mundo, marcados sobre un mapamundi; agujas que intentan
pinchar, fijar, aprehender una cartografía imposible, difusa. Es esa idea de la
ruta que emprende aquella misteriosa mujer. Como repite la narración, para
arrojarnos a nuestra cara la pregunta que nadie puede responder: ¿Por qué nunca
dudamos al decir nuestro nombre? Esta interrogante se renueva a lo largo del
texto, con cada incursión a una nueva referencia cultural, un nuevo destino,
una nueva ciudad, para admitir con sencillez que la (búsqueda de la) identidad
es elusiva.
Como dice
Sofía, interrumpiendo una discusión en torno a las identidades, “Se me ha
perdido en el mar de Adén una mujer que es una católica suaba, habla en alemán,
acostumbra la comida mapuche, vive en una colonia de inmigrantes y todo indica
que ella va por el mundo asegurando ser chilena. ¿Cuál es su identidad?”. O, en
boca de Daniel: “Estas cartas son una ruta”(113). “La secuencia de ciudades
indica una ruta recorrida, no por recorrer” (119). Es la cartografía de “una
mujer que caminaba sobre un camino que descaminaba cuatro veces a la semana.
Era un mismo recorrido con direcciones distintas, en el que no importaba hacia
dónde iba sino la razón por la que continuaba andando” (121).
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