lunes, 19 de mayo de 2014

Cartas de Adén, de Johanna Lozoya por Nicolás Poblete (CEIBO, 2014).



Las primeras páginas de Cartas de Adén no permiten anticipar lo que ocurrirá una vez desencadenada la narración, y menos su resolución. Nos encontramos con una atmósfera rural; el año que corre es 1927, y el ambiente que nos envuelve parece totalmente despojado de la tecnología que hoy nos sustenta como prótesis, y que en ciertas partes de la novela sí será parte y compañía de diversos personajes y sus dilemas. Aunque la tecnología aún no ha “contaminado” ese lugar rural que abre la novela, es curiosamente su conflicto el que nos permite adentrarnos en el misterio que porta Cartas de Adén. Rápidamente nos enteramos de que un importante registro ha quedado estancado en una aduana en Valparaíso, cosa que para un lector contemporáneo resultaría en una frustración insuperable…
Lo que vemos en el comienzo de Cartas es un grupo de inmigrantes acomodados, alrededor del cual se gesta el misterio en torno a Luisa, un elusivo personaje que podría llamarse o no, la protagonista de la narración, si aceptamos que un protagonista puede ser meramente una presencia fantasmagórica, un recuerdo, unas cuantas cartas escritas, perdidas, pesquisadas, decodificadas. Es la sugerencia que se proyecta acá: Parte del misterio es este cuerpo en trance, en tránsito que, a modo de pistas, nos revela en sus cartas: “la pequeña cama de este camarote no es suficiente para la trayectoria que toma mi cuerpo… Fanny Logan pasó unas horas de esta tarde en mi camarote”. El misterio que toma la forma de la antigua Luisa, nos conduce a un espacio de cuestionamiento atemporal: el cuestionamiento de la identidad: ¿Soy mi nombre?: “…algunos párrafos escritos por Luisa… en la cabeza se le había quedado una frase. ¿Por qué nunca dudamos al decir nuestro nombre?”. Luisa, después de mucho tiempo viajando por distintos lugares en Asia, se embarca rumbo al puerto de Adén, sin embargo nunca llega a esta ciudad árabe.
De este  modo, el cuestionamiento se proyecta en un doble sentido. Por una parte presenciamos a este universo colono, dominado por cuerpos germánicos que vemos con cierto asombro a lo largo de nuestro país, especialmente en el sur, con la consecuente carga que nos lleva a la disputa respecto a un conflicto absolutamente actual (a la vez que antiguo) en torno a las tierras. Y, asimismo, esto da pie también para una serie de reflexiones y también críticas. Leemos: “No creo que sea la Liga Alemana la adecuada. Además, yo no veo nada claro que la raza tenga algo que ver con la política” (15), le lleva a comentar Alexandra a Anna (con doble n). Mientras tanto, los representantes originarios se encuentran en una situación más subalterna y el eco se ve en sus nombres: Guacolda, Juan Quincatripay.
El conflicto entre indios y colonos es un subtema de la novela: Los reproches en torno a las tierras que han sido mejor ‘explotadas’ por manos foráneas y que han sido ‘desaprovechadas’ por quienes estuvieron allí desde el día uno. La discusión en torno a la legalidad y venta de terrenos nos trae a un momento trágicamente actual y preocupante, pero que en manos de Lozoya jamás cae en una denuncia panfletaria, sino que se revela con la sutileza de sus descripciones y también con el uso de diálogos cortantes y verosímiles: “dime Emmanuel, ¿por qué no apelan jurídicamente como ciudadanos chilenos? ¡Ésta ya no es la Araucanía indómita, huevón!”. (68). También está la denuncia de la subasta de esclavos, pues una de las estrategias de la narración consiste en su foco universalista que no sólo se centra en el conflicto local. El viaje alrededor del mundo le permite a la voz narrativa llamar la atención sobre inequidades, diversas injusticias. Así, no sólo importa saber quiénes somos en el sentido de qué nombres tenemos, sino qué somos en el sentido más primitivo del término: ¿somos lo que vivimos? ¿Somos nuestra tierra? ¿A qué lugar pertenecemos?
Es lo que quizá Luisa se ha propuesto explorar con su escapismo que llena las páginas de Cartas de un exotismo encantador. La narración salta de un lugar a otro, de Ceilán a la gran urbe neoyorkina; desde las casonas campestres del sur de Chile hasta Madrid; desde los ancestros prusianos a las calles de la modernidad hispánica donde brillan las letras de neón del Corte Inglés. Hasta la crisis económica en España y el conflicto de las autonomías.
El trayecto también requiere de la compañía de una serie de intertextualidades, pues la voz narrativa no es ingenua en el momento de desplazarse de un lugar a otro, y su saber consiste en el bagaje literario e histórico que porta. El recorrido geográfico nos fuerza a seguirlo con guiños al  gran escritor indio, Tagore, a la argentina Victoria Ocampo, al poeta alemán Novalis, a los británicos Coleridge, Dafoe, Dickens, al francés André Gide, al Nobel Herman Hesse y sus cruciales referencias al lobo estepario. Como dice Adam, en una conversación con Helen: “El destino del lobo estepario es una anomalía (pues) los lobos naturalmente se mueven en manada. El solitario es un ser enfermo, descarriado, destinado por naturaleza a sucumbir” (20). Cita que nos lleva a reflexionar también en estas referencias literarias sufriendo el paso del tiempo. Serán encontradas, décadas después, en librerías de viejos, “como los paisajes australianos de los que hablan Chatwin y Oé”(51). No es sino otra forma de reforzar la hipótesis de este viaje en el tiempo que acarrea consigo el paso de generaciones que avanzan con el peso de una historia cargada de incertidumbres, una serie de preguntas y, también, mucha violencia.
Es en estos vaivenes, como los movimientos del barco en el que ha huido Luisa, donde hallamos el germen del misterio y de la violencia que es siempre invasiva, ineludible, omnipresente. Es, precisamente, la incapacidad de huir. Otro personaje, Félix, reflexiona: “Yo siempre estoy en Valdivia”. Vale decir, podemos viajar todo lo que queramos, pero el ‘hogar’ está en otro sitio. Y, luego, “Mis alianzas están con las familias de Valdivia. Como me descuide, más de uno de los oportunistas alemanes… caerá como rapiña sobre los terrenos de Pelchuquin”. (42). A continuación nos enteramos de oscuros motivos económicos, en un contexto histórico-político: “Chile podría negociar con Argentina para poder navegar con los balleneros alemanes y realizar una temporada de caza discreta” (47). Vemos que existe la “… idea de desarrollar una red comercial entre las colonias alemanas en Chile, Argentina y Brasil” (48).  Y, más espeluznante, la sugerencia: “Se necesitan barcos que incursionen en la Antártica, para el Reich” (49).
En este escenario hace su aparición Sofía, la irónica izquierdosa heroína, contactada por el conservador don Enrique, quien ha recibido documentos como herencia, para decodificar, cual detective, a través de la traducción, escuetos documentos del pasado. Desde el inicio vemos el contraste entre estos dos personajes, y sabemos que el intercambio no será nada de fácil. De hecho, Sofía hace eco, inconscientemente, de este shock y se ve a sí misma fragmentada. Una piedra impacta en la vitrina del Corte Inglés, y ella ve “múltiples Sofías con la boca abierta y los ojos desorbitados, replicadas en la superficie del cristal estrellado… Sofía se quedó inmóvil intuyendo que decenas de pequeñas Sofías se irían desprendiendo” (56). Para nadie que haya leído literatura detectivesca resulta asombroso descubrir que la exploración y el espionaje revelan no solo las claves que un buen profesional encuentra, sino que descubre, a su paso, una iluminación personal. Sofía: “preguntándose si sería capaz de seguir haciendo lo que hacía”, “…parecía inevitable el naufragio…”, “… no oyó ningún ¡crack! que anunciara el descarrilamiento de sus altas pretensiones intelectuales”. 
Pero estas pretensiones están lejos de ser las únicas. Hay otras ambiciones que sugieren pactos antiguos y hasta perversiones y tabú. Incluso la narración se permite referencias a la más complicada de las crónicas literarias, al hacer un recuento de la historia bíblica de Ruth y Noemí, una historia de solidaridad femenina. ¿Es esto un dato para considerar al cuestionarnos sobre la curiosa y enigmática relación entre Luisa y Fanny Logan? Como dice Daniel, una reflexión que deja un eco en estos personajes dislocados social, temporal y territorialmente. “El conflicto principal de la historia gira en torno a cómo lograrán ella y Ruth su aspiración de regresar a Belén, y de ser aceptadas en esta tierra” (75). ¿Regresar a Adén? No hay espacio acá para recrear esta historia, pero valga el dato de que Ruth renuncia a su familia y es acogida en una nueva patria.
Esta nueva patria es también un lugar de pactos semi incestuosos, relaciones ambiguas entre primos: la historia de la tierra, de quien la hereda; quién la usurpa, explota, vende o ignora, es vieja. Y la estructura de la novela también hace eco de esta idea, con sus tres secciones: “Verano”, con el escenario campestre, una suerte de edén fértil, rico en frutos y también en mezclas culturales; un sincretismo que parece confundirse con una identidad inasible. “Caminos”, viajes hacia una infinidad de destinos que son asimismo los caminos psíquicos donde los personajes se pierden temporal y geográficamente, y “Alfileres” que indican los lugares del mundo, marcados sobre un mapamundi; agujas que intentan pinchar, fijar, aprehender una cartografía imposible, difusa. Es esa idea de la ruta que emprende aquella misteriosa mujer. Como repite la narración, para arrojarnos a nuestra cara la pregunta que nadie puede responder: ¿Por qué nunca dudamos al decir nuestro nombre? Esta interrogante se renueva a lo largo del texto, con cada incursión a una nueva referencia cultural, un nuevo destino, una nueva ciudad, para admitir con sencillez que la (búsqueda de la) identidad es elusiva.

Como dice Sofía, interrumpiendo una discusión en torno a las identidades, “Se me ha perdido en el mar de Adén una mujer que es una católica suaba, habla en alemán, acostumbra la comida mapuche, vive en una colonia de inmigrantes y todo indica que ella va por el mundo asegurando ser chilena. ¿Cuál es su identidad?”. O, en boca de Daniel: “Estas cartas son una ruta”(113). “La secuencia de ciudades indica una ruta recorrida, no por recorrer” (119). Es la cartografía de “una mujer que caminaba sobre un camino que descaminaba cuatro veces a la semana. Era un mismo recorrido con direcciones distintas, en el que no importaba hacia dónde iba sino la razón por la que continuaba andando” (121).

No hay comentarios:

Publicar un comentario