Gregorio no grazna, lo hacen los
gansos. Pero sí grazna porque canta desigual y como gritando, disuena mucho al
oído, y en cierto modo imita la voz del ganso. Tal es la segunda definición de ‘graznido’
de la RAE. Así que grazna que grazna el pobre Gregorio, boqueando en su
desaliento, pálido de encierro. Cruje y chilla detrás de la puerta, confinado
en la habitación, como queriendo salir, mientras en el pasillo contiguo los
huéspedes, sin percatarse de lo que ocurre, preguntan casualmente a Hermann
Kafka, padre de Samsa, y su hermana Felice, si acaso Lilian, en su viaje del
día siguiente, podría pasar a dejarle unos papeles a K, puesto que está con
serios problemas ante los controles de ingreso al castillo. Por fuera de la
pequeña ventana ovalada, que da a la calle de los alquimistas del otro lado del
Moldava, se arremolinan unos grajos peleándose un escarabajo muerto. Se trata
de unas “ aves paseriformes de la familia de los córvidos, de unos 45 cm de
longitud, color negro reluciente con tonos violáceos y pico y patas claros”. El escarabajo no es K ni Kafka ni Lilian ni Stepanka Novy Kafka, sobrina de Franz, economista de
Cambridge y consultora de la CEPAL en Santiago de Chile.
Hay un tercer escarabajo, que repta
sobre la tumba de Kafka ante los ojos esclarecidos o estremecidos de la autora
del libro que aquí presentamos. Esta visión se retrata al comienzo del libro
pero se relata al final. Es, en parte, la clave para rebobinar el libro y
descifrarlo, al menos parcialmente, si bien la autora se ocupa de aclarar que
la visión es muy posterior al libro. Tal como está escrito el libro, el
ordenamiento temporal carece de toda importancia, y bien podríamos inferir que
la visión desencadena el libro.
El libro no está hecho para ser
descifrado sino vivido. No es para
comprenderlo. Las claves fueron enterradas en Praga, probablemente mucho antes
que Kafka entrara a trabajar en una compañía de seguros. El problema es
arrimarse al texto, como a la habitación en que Gregorio, ya escarabajo, se
acurruca sobre un costado de la cama, contra la pared, como si tomara impulso
para saltar a abrazar, a horcajadas, al primer incauto que asomara su
cuerpo. Por eso, “arrimarse” al texto es
imposible. O estás adentro, o estás afuera. Y afuera del texto, el texto no
existe. Adentro, sólo está el texto. Allí termina uno siendo vivido por el
libro, reciclado en su máquina de escritura que todo lo recicla.
Vuelvo al escarabajo de la tumba de
Kafka. Gregorio rasga la piedra bajo la
cual el esqueleto de Kafka grazna cada cuarenta y un años: el 65, el 2006 fue
la última vez que se le oyó a través de la piedra. Hay otros escarabajos, todos
de colores, visitando a la familia Kafka en el cementerio. Sólo pasan por las
tumbas de los Kafka, mientras de las otras se encargan mariposas y hormigas.
Lilian Elphick contempla el fenómeno, incrédula, atestiguando hasta qué punto
la realidad supera la ficción. Pero tampoco debiera sorprendernos esto. Tal vez
Lilian, o bien L., está mirando todo esto desde dentro del mundo K, y luego de
contar escrupulosamente el número de escarabajos volverá sobre sus pasos para
comparecer ante el juez que dictará sobre ella la sentencia que la margina
definitivamente de la vida de los Kafka.
Todo esto es medianamente posible. Lo
es porque este libro es un haz de posibilidades que se abre todo el tiempo. Hay
diálogo entre la ficción y la realidad, entre Kafka y sus personajes, entre Elphick
y Kafka y sus personajes, entre todos juntos y el holocausto postkafkiano,
entre K. o Samsa o Kafka y el Quijote y Sancho y Borges. Hay líneas de fuga que
se abren y luego desaparecen rápidamente, en la fugacidad y brevedad de los
textos. Hay un devenir animal y un rebobinar desde el animal, a propósito de
este arquetipo tan kafkiano. Hay voces, muchas voces, que se picotean unas a
otras, que graznan, sobre todo, graznan:
“Fuga I”, p. 64; el juego hacia atrás y
hacia adelante. Elphick monta máquinas que invierten el orden del sentido o de
los hechos, da vueltas sobre vueltas hasta hacer hablar algo que no sabemos muy
bien qué, pero nos inquieta siempre:
Fuga I
Antes
de morir, Kafka sueña con el escribiente Bartebly. Lo ve sumergido en legajos y
papeles timbrados y firmados por él mismo. Bartebly desespera; no sabe cómo
organizar la letra K. Pronto llegará el jefe y lo encontrará rodeado de
escarabajos y chacales disputándose el ingreso al hueco ficticio.
—Preferiría
no hacerlo —dice Kafka al despertar.
Dora
Diamant y el Dr. Klopstock lo tranquilizan; piensan que ésas son sus últimas
palabras.
Él
se levanta, sonríe y se va.
Y en este otro texto:
Soy el artista del hambre. Soy el trapecista que duerme
en el compartimiento de los equipajes. Soy el puente, rígido y frío. Soy un
pájaro en busca de una jaula. Soy Georg, mi hermano muerto. Soy el bacilo de
Koch. Soy K, enterrado en el Nuevo Cementerio Judío, soy el último kawéskar, el
hombre que lleva piel.
Y este otro texto, “K en la redundancia”,
que me parece que es uno de los textos claves del libro de Lilian. (p. 31):
K en la redundancia
Quería
estar dentro del mundo, ser un trapecista, un médico rural, un agrimensor, el
que llegó a América.
Escribí
arriba de lo escrito, clavé el clavo hasta ver el hueso, bajé abajo destruyendo
mis nudillos.
Las
palabras colgaban en ganchos curvos. Vociferaban en el mercado de artificios.
Yo
tenía el ojo opaco, las plumas sucias, el corazón rapiñero.
¿Por
qué estoy aquí?
Porque
estás loco.
Eso
decían los hombres de buena voluntad.
Hay una brevedad kafkiana, pero
duplicada, intensificada, y también en cierto sentido, feminizada. Un recurso a la emulación que puede llegar a
ser tremenda. Ejemplo, la posible
carta de Kafka a Felice Bauer en página 13.
Mucho más fuerte aún, la página 28.
Esta combinación de grajos, la tuberculosis, el insomnio, el miedo al padre, la
necesidad e imposibilidad de consagrar el amor. Creo que es un texto
absolutamente tremendo el de esta página. Casi debiera prohibirse por lo
tremendo.
El libro, si bien tiene el formato de
microrrelatos, no es exactamente eso. Por largos pasajes es mucho más prosa
poética. Los filamentos temáticos son soportes para un lenguaje poético que “le
roba la película” a las puestas en
situaciones (porque eso es un microrrelato, más que una situación, una puesta
en situación). Es, de a ratos, Kafka en versión poética, con imágenes muy
tensas, y, en el registro kafkiano, desgarradoras sin ser grandilocuentes,
ensordecedoras sin ser estridentes.
Creo que el hermetismo refuerza
precisamente esa voz poética, un hermetismo de lo que Marthe Robert, a
propósito de Kafka, llamó “parábola sin clave”. Hay un delicado trabajo de
encriptamiento en cada texto de Lilian, como ella dice de Kafka, escribir sobre lo escrito, ese es el
efecto que produce. Pero escribir encima de lo escrito es encriptar, desdibujar
el original y reproducirlo, pero encriptado, como si fuese otro texto, que
efectivamente lo es:
“…yo, K, abandonaré mi piel para dártela y mancharé mis
dedos con la tinta del adiós, que es azul y tan ficticia en su vórtice
imaginario.”
“Te escribía, K, oyendo venir el tren azul de John Coltrane,
y yo me descarrilaba allá arriba, pensándote, K, en la más alta melodía del
hard bop, encaminándome con las manos, llorándote entre el humo de la partida.
Porque el tren se iba sin nosotros, K; debemos aceptar que la risa es nuestra
clave de improvisación.”
Otra forma de encriptamiento es la
reversión, vale decir, tomar el devenir-animal, que es propio del leitmotiv kafkiano, e invertirlo como
devenir-humano, pero conservando su misma dimensión de pesadilla. En “Homo Sapiens” (p. 44) la autora hace este
juego de reversión para ensayar una línea de fuga (remembranzas con Informe para una Academia).
Lo mismo en “Amazilia Tzacatl” (un tipo
de colibrí), p. 54. (el devenir animal).
Lo mismo con la abeja (“Apis mellifera”).
Nuevamente el devenir animal, p. 55.
Y lo más sorprendente, la escritura
sobre la escritura en “Nicrophorus vespillo”, el escarabajo: “Es cierto que maté a Gregorio. Se miraba
todo el día en el espejo, esperando la transformación. Buenos días, Franz….”
Kafka y su relación con la escritura
como solución, pero sin salida, sin puertas, replicando lo que uno ve o imagina
desde la lectura de los diarios fue la propia interioridad de Kafka. Nuevamente
esta emulación que al replicar, intensifica, estira aún más la cuerda:
Yo sólo pensaba en el agua y en aquellos borradores. Yo
sólo era el agua en sí misma: me lloraba a diario, intentando sostenerme al
mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave
perdida irremediablemente.
Hay un tema que aparece poco, pero
está. Y es el del holocausto del que fue víctima parte de la familia de Kafka y
amores claves como Milena. Hay una especie de inversión del tiempo que coloca
la escritura kafkiana en ese contexto:
Una mañana me arrestaron. Todos fuimos a los trenes de la
muerte. Josef Mengele movía el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Me preguntó
si tenía un hermano gemelo. Le respondí que sí, que su nombre era Gregorio ¿Y
dónde está entonces?, bramó [no graznó]. Escondido, señor, en un cuaderno. Nunca lo podrá
encontrar. (La escritura como salvación, pero también como confinamiento).
Es como si
fuese al revés, como si Kafka hubiese escrito a la luz del holocausto, o como
si lo hiciese bajo la forma de la premonición (leer p. 30)
El libro de Lilian Elphick nos deja con
un boquete en el estómago, un vacío que debe ser llenado en otra parte, en el
filo entre el terror naturalizado de la ficción kafkiana, y ese otro que urge
desnaturalizar del holocausto, el terror, la sordera de los vínculos
deshumanizados. Todos somos K a través de Lilian, y es una deuda que no
quisiéramos cargar. El texto, a cada rato, opera como el centinela en las
puertas de las Tablas de la Ley, haciéndonos sentir pequeños, impotentes, pero
obligados a atestiguar.
***
Presentación de Martín Hopenhayn al libro K, de Lilian
Elphick.
14 de mayo de 2014.
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