lunes, 19 de mayo de 2014

Gregorio no grazna, por Martín Hopenhayn / A propósito del libro K, de Lilian Elphick



Gregorio no grazna, lo hacen los gansos. Pero sí grazna porque canta desigual y como gritando, disuena mucho al oído, y en cierto modo imita la voz del ganso. Tal es la segunda definición de ‘graznido’ de la RAE. Así que grazna que grazna el pobre Gregorio, boqueando en su desaliento, pálido de encierro. Cruje y chilla detrás de la puerta, confinado en la habitación, como queriendo salir, mientras en el pasillo contiguo los huéspedes, sin percatarse de lo que ocurre, preguntan casualmente a Hermann Kafka, padre de Samsa, y su hermana Felice, si acaso Lilian, en su viaje del día siguiente, podría pasar a dejarle unos papeles a K, puesto que está con serios problemas ante los controles de ingreso al castillo. Por fuera de la pequeña ventana ovalada, que da a la calle de los alquimistas del otro lado del Moldava, se arremolinan unos grajos peleándose un escarabajo muerto. Se trata de unas “ aves paseriformes de la familia de los córvidos, de unos 45 cm de longitud, color negro reluciente con tonos violáceos y pico y patas claros”.  El escarabajo no es K ni Kafka ni Lilian ni Stepanka Novy Kafka, sobrina de Franz, economista de Cambridge y consultora de la CEPAL en Santiago de Chile.
Hay un tercer escarabajo, que repta sobre la tumba de Kafka ante los ojos esclarecidos o estremecidos de la autora del libro que aquí presentamos. Esta visión se retrata al comienzo del libro pero se relata al final. Es, en parte, la clave para rebobinar el libro y descifrarlo, al menos parcialmente, si bien la autora se ocupa de aclarar que la visión es muy posterior al libro. Tal como está escrito el libro, el ordenamiento temporal carece de toda importancia, y bien podríamos inferir que la visión desencadena el libro.
El libro no está hecho para ser descifrado sino vivido.  No es para comprenderlo. Las claves fueron enterradas en Praga, probablemente mucho antes que Kafka entrara a trabajar en una compañía de seguros. El problema es arrimarse al texto, como a la habitación en que Gregorio, ya escarabajo, se acurruca sobre un costado de la cama, contra la pared, como si tomara impulso para saltar a abrazar, a horcajadas, al primer incauto que asomara su cuerpo.  Por eso, “arrimarse” al texto es imposible. O estás adentro, o estás afuera. Y afuera del texto, el texto no existe. Adentro, sólo está el texto. Allí termina uno siendo vivido por el libro, reciclado en su máquina de escritura que todo lo recicla.
Vuelvo al escarabajo de la tumba de Kafka.  Gregorio rasga la piedra bajo la cual el esqueleto de Kafka grazna cada cuarenta y un años: el 65, el 2006 fue la última vez que se le oyó a través de la piedra. Hay otros escarabajos, todos de colores, visitando a la familia Kafka en el cementerio. Sólo pasan por las tumbas de los Kafka, mientras de las otras se encargan mariposas y hormigas. Lilian Elphick contempla el fenómeno, incrédula, atestiguando hasta qué punto la realidad supera la ficción. Pero tampoco debiera sorprendernos esto. Tal vez Lilian, o bien L., está mirando todo esto desde dentro del mundo K, y luego de contar escrupulosamente el número de escarabajos volverá sobre sus pasos para comparecer ante el juez que dictará sobre ella la sentencia que la margina definitivamente de la vida de los Kafka.
Todo esto es medianamente posible. Lo es porque este libro es un haz de posibilidades que se abre todo el tiempo. Hay diálogo entre la ficción y la realidad, entre Kafka y sus personajes, entre Elphick y Kafka y sus personajes, entre todos juntos y el holocausto postkafkiano, entre K. o Samsa o Kafka y el Quijote y Sancho y Borges. Hay líneas de fuga que se abren y luego desaparecen rápidamente, en la fugacidad y brevedad de los textos. Hay un devenir animal y un rebobinar desde el animal, a propósito de este arquetipo tan kafkiano. Hay voces, muchas voces, que se picotean unas a otras, que graznan, sobre todo, graznan:
“Fuga I”, p. 64; el juego hacia atrás y hacia adelante. Elphick monta máquinas que invierten el orden del sentido o de los hechos, da vueltas sobre vueltas hasta hacer hablar algo que no sabemos muy bien qué, pero nos inquieta siempre:
Fuga I
Antes de morir, Kafka sueña con el escribiente Bartebly. Lo ve sumergido en legajos y papeles timbrados y firmados por él mismo. Bartebly desespera; no sabe cómo organizar la letra K. Pronto llegará el jefe y lo encontrará rodeado de escarabajos y chacales disputándose el ingreso al hueco ficticio.
—Preferiría no hacerlo —dice Kafka al despertar.
Dora Diamant y el Dr. Klopstock lo tranquilizan; piensan que ésas son sus últimas palabras.
Él se levanta, sonríe y se va.
Y en este otro texto:
Soy el artista del hambre. Soy el trapecista que duerme en el compartimiento de los equipajes. Soy el puente, rígido y frío. Soy un pájaro en busca de una jaula. Soy Georg, mi hermano muerto. Soy el bacilo de Koch. Soy K, enterrado en el Nuevo Cementerio Judío, soy el último kawéskar, el hombre que lleva piel.
Y este otro texto, “K en la redundancia”, que me parece que es uno de los textos claves del libro de Lilian.  (p. 31):
K en la redundancia
Quería estar dentro del mundo, ser un trapecista, un médico rural, un agrimensor, el que llegó a América.
Escribí arriba de lo escrito, clavé el clavo hasta ver el hueso, bajé abajo destruyendo mis nudillos.
Las palabras colgaban en ganchos curvos. Vociferaban en el mercado de artificios.
Yo tenía el ojo opaco, las plumas sucias, el corazón rapiñero.
¿Por qué estoy aquí?
Porque estás loco.
Eso decían los hombres de buena voluntad.
Hay una brevedad kafkiana, pero duplicada, intensificada, y también en cierto sentido, feminizada.  Un recurso a la emulación que puede llegar a ser tremenda. Ejemplo, la posible carta de Kafka a Felice Bauer en página 13.
Mucho más fuerte aún, la página 28. Esta combinación de grajos, la tuberculosis, el insomnio, el miedo al padre, la necesidad e imposibilidad de consagrar el amor. Creo que es un texto absolutamente tremendo el de esta página. Casi debiera prohibirse por lo tremendo.
El libro, si bien tiene el formato de microrrelatos, no es exactamente eso. Por largos pasajes es mucho más prosa poética. Los filamentos temáticos son soportes para un lenguaje poético que “le roba la película”  a las puestas en situaciones (porque eso es un microrrelato, más que una situación, una puesta en situación). Es, de a ratos, Kafka en versión poética, con imágenes muy tensas, y, en el registro kafkiano, desgarradoras sin ser grandilocuentes, ensordecedoras sin ser estridentes.
Creo que el hermetismo refuerza precisamente esa voz poética, un hermetismo de lo que Marthe Robert, a propósito de Kafka, llamó “parábola sin clave”. Hay un delicado trabajo de encriptamiento en cada texto de Lilian, como ella dice de Kafka, escribir sobre lo escrito, ese es el efecto que produce. Pero escribir encima de lo escrito es encriptar, desdibujar el original y reproducirlo, pero encriptado, como si fuese otro texto, que efectivamente lo es:
“…yo, K, abandonaré mi piel para dártela y mancharé mis dedos con la tinta del adiós, que es azul y tan ficticia en su vórtice imaginario.”
“Te escribía, K, oyendo venir el tren azul de John Coltrane, y yo me descarrilaba allá arriba, pensándote, K, en la más alta melodía del hard bop, encaminándome con las manos, llorándote entre el humo de la partida. Porque el tren se iba sin nosotros, K; debemos aceptar que la risa es nuestra clave de improvisación.”
Otra forma de encriptamiento es la reversión, vale decir, tomar el devenir-animal, que es propio del leitmotiv kafkiano, e invertirlo como devenir-humano, pero conservando su misma dimensión de pesadilla.  En “Homo Sapiens” (p. 44) la autora hace este juego de reversión para ensayar una línea de fuga (remembranzas con Informe para una Academia).
Lo mismo en “Amazilia Tzacatl” (un tipo de colibrí), p. 54. (el devenir animal).
Lo mismo con la abeja (“Apis mellifera”). Nuevamente el devenir animal, p. 55.
Y lo más sorprendente, la escritura sobre la escritura en “Nicrophorus vespillo”, el escarabajo: “Es cierto que maté a Gregorio. Se miraba todo el día en el espejo, esperando la transformación. Buenos días, Franz….”
Kafka y su relación con la escritura como solución, pero sin salida, sin puertas, replicando lo que uno ve o imagina desde la lectura de los diarios fue la propia interioridad de Kafka. Nuevamente esta emulación que al replicar, intensifica, estira aún más la cuerda:
Yo sólo pensaba en el agua y en aquellos borradores. Yo sólo era el agua en sí misma: me lloraba a diario, intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave perdida irremediablemente.
Hay un tema que aparece poco, pero está. Y es el del holocausto del que fue víctima parte de la familia de Kafka y amores claves como Milena. Hay una especie de inversión del tiempo que coloca la escritura kafkiana en ese contexto:
Una mañana me arrestaron. Todos fuimos a los trenes de la muerte. Josef Mengele movía el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Me preguntó si tenía un hermano gemelo. Le respondí que sí, que su nombre era Gregorio ¿Y dónde está entonces?, bramó [no graznó]. Escondido, señor, en un cuaderno. Nunca lo podrá encontrar. (La escritura como salvación, pero también como confinamiento).
Es como si fuese al revés, como si Kafka hubiese escrito a la luz del holocausto, o como si lo hiciese bajo la forma de la premonición (leer p. 30)
El libro de Lilian Elphick nos deja con un boquete en el estómago, un vacío que debe ser llenado en otra parte, en el filo entre el terror naturalizado de la ficción kafkiana, y ese otro que urge desnaturalizar del holocausto, el terror, la sordera de los vínculos deshumanizados. Todos somos K a través de Lilian, y es una deuda que no quisiéramos cargar. El texto, a cada rato, opera como el centinela en las puertas de las Tablas de la Ley, haciéndonos sentir pequeños, impotentes, pero obligados a atestiguar.

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Presentación de Martín Hopenhayn al libro K, de Lilian Elphick.

14 de mayo de 2014.

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