Retrocedo en el tiempo y visualizo una escena más que absurda para los
parámetros de nuestros tiempos: una vieja micro a medio desarmar, despintada y
rechinante, repartiendo su humareda por la ciudad de Santiago. Subo por la
pisadera corroída, pago con ínfimas monedas el importe a un chofer de eterno
mal carácter, que tras cortarlo con rabia, me arroja el boleto como si fuera
una dosis de napalm. Sigo las instrucciones que gruñe y, obediente, emprendo el
camino. Se trata de “avanzar por el pasillo atrás”. Porto un archivador con mis
cuadernos y visto el uniforme de la enseñanza media, con el desbarajuste de
rigor: el cabello desordenado, infringiendo el límite del cuello de la camisa;
el nudo de la corbata añil no solo suelto sino que, por añadidura, comprimido y
chueco.
Sobre la superficie bamboleante de la micro prehistórica sueño con otro
mundo, tal como en aquel momento hace buena parte de mi generación. Medito
acerca de las dificultades para lograrlo, que son muchas, demasiadas. Cuando llego al final del
pasillo, veo, acomodado en la última corrida de asientos, a un obrero, inconfundible
por su bolso, los gastados bototos de seguridad y las ropas salpicadas de
manchas y raspaduras. Está leyendo. Curioso irrefrenable, me acerco para
investigar de qué libro se trata. Me asombra descubrir que se trata de LA
METAMORFOSIS de Kafka. La edición de Quimantú de 1972. Falta un año para que la locura y el terror se
desaten sobre nuestro país. El obrero lee, atrapado por el mundo extraño,
enrarecido, de la novela. Yo concluyo que una transformación gigantesca está en
marcha. En ese hombre germinaba algo nuevo, poderoso, cuyos efectos eran
imprevisibles. Había que abortar ese embrión. Así lo dispusieron esas fuerzas
invisibles y poderosas. Kafkianas. Así culminó, pulverizado, el sueño de varias
generaciones.
Existen momentos de anemia intelectual en los cuales es posible entramparse
-a pesar de que ejerzo una autovigilancia extrema- y ocurre que a veces caigo, usualmente impulsado por un
interlocutor majadero. Así me he visto arrastrado hasta una encrucijada donde se
me conmina a escoger a un solo escritor predilecto. Debo confesar que he
experimentado más de una vez la tentación de señalar a Franz Kafka. No creo en
los rankings, no creo en las listas cortas de iluminados, sí en las listas
extensas y heterogéneas. Sin embargo, no podría excluir de ninguna lista, por
más corta que ella hubiese de ser, a Kafka. Nadie como él se anticipó a develar
las sombrías formas que conforman el estrato del capitalismo. Seco, brutal, desalmado.
O las redes inconmovibles de la burocracia.
En Kafka se entremezclan biografía y producción literaria. Todos sus
materiales provienen de la vida que le correspondió, aquellos que sus bellos
ojos oscuros y profundos pudieron escrutar mejor que nadie: el dolor que
proviene del predominio de la inhumanidad, el sinsentido de los procedimientos
burocráticos, el abandono del ser humano subsumido en una estructura social
inmisericorde que genera angustia, opresión. Cualquier semejanza con el actual
orden de las cosas vendría a ser mera casualidad, ¿cierto? Juicios
interminables, imputados poderosos que salen impunes de evidentes y flagrantes
delitos (hasta de crímenes), detenciones abusivas, absurdas, aplicación de
leyes antiterroristas a los más débiles, torturadores paseando por las calles
disfrazados de honestos ciudadanos. La lectura de Kafka en el Chile actual trae,
inevitablemente, unos siniestros aires de familiaridad.
Pienso que no existe un escritor tan moderno como Kafka, aun cuando nos
acerquemos al centenario de su fallecimiento. La prosa exenta de artilugios, el
lenguaje preciso, seco, casi notarial, la indiferencia del narrador, propia de
un amanuense imperturbable. La innegable penetración de su mirada, la intuición
de rayos X.
Lilian Elphick acometió en K,
su nuevo libro que nos convoca, la tarea de construir un homenaje literario
digno de la importancia y, sobre todo, la vigencia de Franz Kafka. En K se advierte la pulsión de un legítimo
fervor, tal vez lo opuesto a la veneración de un ídolo sacro; se advierte más
bien fraternidad, ternura, compasión, complicidad. Viene a ser una suerte de
exhumación o invocación del espíritu de
K, para a partir de él –tomando de aquí y allá los efectos que su literatura
hizo posibles en cuanto comenzó a divulgarse de manera póstuma- escribir un
texto integral y multiforme capaz de materializar al autor entre nosotros.
K es un libro heterogéneo y curioso, una especie de
baúl repleto de pequeños tesoros. No obstante el conjunto posee una estructura
integradora muy potente. En cada página de K
encontramos a Kafka, a sus progenitores, personajes, amigos, sus novias, otros
escritores y personajes de esos escritores, grajos, escarabajos..
También este libro es una epopeya de la escritura, epopeya de la vida
de un gran escritor que no quiso que su obra fuera conocida y que se convirtió,
post mortem, en uno de los más grandes autores de nuestra era. Y aventura de la
escritura en sí misma, conducidos por la pluma de Lilian Elphick. Encontrarán,
si buscan con cuidado, muchas alusiones al proceso de escribir. Para muestra un
botón. Al final de K bajo la lluvia:
“intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura
mayor y con la llave perdida irremediablemente”. Una conexión con Rodrigo Lira:
“porque escribí estoy vivo”, aseveró el poeta, “la poesía terminó conmigo”.
Aconsejo la lectura de K en la escritura,
que incluye un fragmento del poema referido a modo de epígrafe.
El nazismo y el Holocausto, pesadillas que Kafka intuyó, pero no
alcanzó a ver (en eso tuvo fortuna respecto de las tres hermanas que lo
sobrevivieron sólo para ser asesinadas
en los campos de concentración). La literatura se plantea como un refugio
inexpugnable frente al horror. Se me ocurre pensar en K en el adiós, despidiéndole del fiel Gregorio, donde K sube a un humeante tren cuyo destino
no conoce.
Si afirmara que K es un
libro de microrrelatos o minificción estaría diciendo una verdad a medias, que
viene a ser una mentira en el mundo tangible, aunque tal vez una total
veracidad en el mundo de la literatura.
Sin embargo, sí que constituiría una simplificación reduccionista; sería
más fácil de entender, pero no por ello más cierto, y -menos todavía- exacto.
De hecho, se marca una tendencia en el trabajo de Lilian Elphick. Esta
tendencia se manifiesta hace algunos años, primero de manera subrepticia, insinuada;
luego, de forma sutil e incluso intensa. Así ha ido –con dosificación, disimulo
y astucia- acostumbrándonos gradualmente a estos cambios, dorándonos la píldora
y experimentando al mismo tiempo.
Ana María Shua, destacada microcuentista argentina, ha señalado que el
género brevísimo tiene una de sus fronteras limitando con la comarca de la
poesía. El trabajo de Lilian Elphick se inscribe crecientemente en torno a
dicha frontera, y en particular los textos de K tienden a cruzar el límite de
forma flagrante, lo cual no constituye ninguna infracción, sino que por el
contrario: una invasión virtuosa y exquisita para un paladar literario refinado.
Por ahí he insinuado, hasta ahora con timidez, que el auge del
microcuento se correlaciona en cierta forma con la declinación de la poesía. No
me refiero a una declinación intrínseca, porque pienso que la poesía goza de
buena salud; hablo de la baja de interés de editoriales y lectores (esto es
como el huevo y la gallina, no es fácil decir cuál es causa y cuál consecuencia
cuando existen relaciones de interdependencia compleja). Lo concreto es que la
publicación de poemarios –más allá de sus excelencias o carencias- usualmente
llega a unos pocos cientos de ejemplares, cuando no a unas pocas decenas. Se
publica y se lee poca poesía en nuestro mundo posmoderno, y soy el primero en
lamentar esto. Siempre he afirmado –y soy fiel a esta práctica- que un narrador
debe ser un muy buen lector de poesía.
Creo que la poesía –indestructible, imprescindible para la
supervivencia del alma humana en tiempos difíciles- reemerge a través del
microcuento. No pretendo en la presentación de K desarrollar los argumentos o destacar los ejemplos que respaldan
esta tesis, aventurada por decir lo menos. Básteme indicar que cuando ustedes
lean K advertirán que esta idea
controversial no lo es tanto. Y que la literatura –más allá de los catálogos
literarios, de los compartimientos que pueden intentar imponérsenos a los
autores desde el territorio académico - sólo tiene que ganar con estos cruces
de fronteras. La literatura, cuya estructura interna es mucho más rica y
compleja que un ordenamiento de cajas rotuladas con denominaciones como poesía,
cuento, teatro, novela, microcuento.
Vaya impostura. J’acusse:
Lilian Elphick viene aplicando desde hace un buen tiempo métodos y formas
propios de la poesía en su micronarrativa. Y no sólo le ha bastado con esto,
sino que ha introducido evidentes insertos del drama y si nos ponemos un poco
más agudos, incluso dosis novelísticas y ensayísticas. Ergo, nos ha pasado –y
lo peor es que para bien, por fortuna recalco- gato por liebre.
Descartado el fútil encasillamiento en géneros, solo cabe abocarse a
los textos mismos, disfrutarlos, paladearlos. No es tarea fácil, acaso se asume
como un entendimiento, una intención de comprender racionalmente lo que está
dicho. Aquí estamos frente a una obra de arte, que debe ser degustada,
observada, sentida, disfrutada. Usted ha de leerla en voz alta, una y otra vez.
Recitarla, quizás. Olerla, lamerla, acariciarla, sentir su textura. Dejar que
las palabras penetren la piel por osmosis y lo contaminen de esa entrañable
mezcla de dolor, dulzura, desconcierto, belleza e imaginación.
K, paradójicamente, reconstruye la sensación de la
narrativa kafkiana, sin modificar su esencia, pero utilizando otros
procedimientos bien diferentes, a veces casi opuestos al estilo de Kafka, que
destella por su prosa directa, magra, exenta de metáforas y ajena a la
utilización de cualquier clase de adorno. En la prosa de Elphick hay mucha
textura poética, imágenes, belleza. No obstante, el sabor del conjunto, la
metáfora global es la misma; un efecto notable.
Se lucha por tener, por entender en nuestro mundo. Se lucha por
el poder, sobre todo por el poder
económico. Cuando la preocupación debiera centrarse en ser, sentir, compartir. Despertamos cada mañana
transformados en horribles insectos tras haber soñado con las batallas
cotidianas en el mundo que Kafka nos hizo ver con su prodigiosa narrativa. El
escritor que no quería ser leído, hizo una de las contribuciones más
maravillosas a la literatura moderna.
Quiero cerrar estas palabras con unas citas de Kafka; brillantes,
sabias y tremendas:
“La literatura es siempre una expedición a la verdad”.
“Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza no envejecerá
nunca”.
Ahora, afírmense en sus asientos:
“Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el limo de una nueva
burocracia”.
¿De dónde extraer esperanzas entonces? Quizás del último reducto que
me va quedando: el fulgor de Antonio Gramsci. Anoche soñé que me convertía en
el Intelectual Orgánico y que el mundo era bueno y me gustaba, y que yo hacía
lo mío sin mezquindad ni medida, como los demás, y que todos eran-éramos dichosos
viviendo de esa manera. Dijo Gramsci, lo cita la propia Lilian Elphick como
epígrafe de “La mirada de K”: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.
Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Me aferro al madero de Gramsci, con el pesimismo de la inteligencia y
el optimismo de la voluntad. ¿Quién tendrá la razón, Kafka, Gramsci, Elphick? ¡Qué
enigma! Es posible que los tres. Lean este libro y entren en su sueño, porque
nos hace mucha falta.
***
Presentación al libro K, de
Lilian Elphick.
14 de Mayo de 2014